El devenir de la música popular se explica a impulsos de periodos extremadamente fértiles, generalmente lustros. El último seguramente tuvo lugar hace más de veinticinco años, pero sus estragos aún son bien visibles en la actualidad.
Cada vez que a uno le da por echar la vista atrás y rememorar aquellos discos que le marcaron en su adolescencia, le viene a la cabeza aquella frase del protagonista de Alta Fidelidad (Stephen Frears, 2000): ¿escucho música pop porque estoy deprimido o estoy deprimido porque escucho música pop? Esa pescadilla que se muerde la cola, con todo, no tiene nada que ver en este caso con ninguna depresión (ni mucho menos, afortunadamente), sino con su utilidad para explicitar ese interrogante que, de no despejarse, nos puede llevar a creer que somos rehenes de aquella máxima que dicta, desde el tópico, que cualquier tiempo pasado fue mejor.
Sí, los discos que nos ayudan a forjar nuestros gustos a muy temprana edad quedan grabados en nuestro disco duro con mayor precisión que cualquier novedad. Pero sería también absurdo negar que, desde que la música pop orbita alrededor de su propio pasado, sin ver agitada su propia evolución por ningún movimiento sísmico en forma de género, movimiento o estilo con capacidad transversal para marcar de forma determinante el curso de su historia, no queda más remedio que remontarse al pasado para encontrar kilómetros cero en su trayecto. Hay quien dice que Nirvana protagonizaron el último seísmo en la industria musical. Y aunque desde que se consumó su deceso no ha dejado de generarse música extraordinaria y subyugante (queda a gusto del consumidor dar con ella, algo más sencillo que nunca), no es casualidad que el óbito del trío de Seattle coincida, prácticamente, con el fin del último quinquenio que revolvió géneros y modos de hacer hasta poner patas arriba el panorama del pop internacional.
Sí, el aquí firmante tenía entonces entre 13 y 18 años. Pero más de dos décadas se antojan tiempo suficiente para evaluar, bien sea de forma sintética y con la fría clarividencia que solo el tiempo otorga, el impacto de aquel lustro. Sin filtros generacionales. Sin peajes nostálgicos. Tan determinante para entender la música que escuchamos hoy en día como lo fueron el tránsito de los 70 a los 80 (del punk o la new wave al synth pop) o el gozne que bisagró los 60 y los 70 (de la explosión beat, el ocaso del flower power y el despertar del sueño hippy a los albores del metal, el progresivo, el glam o el soft rock). Así que allá van unos cuantos botones de muestra, de estragos bien palpables en nuestro presente.
#1 El shoegazing
Poco podían esperar aquellos jóvenes británicos, que tocaban mirándose los zapatos en señal de indolencia escénica y primacía del impacto sensorial de su música, que su legado iba a prolongar su efecto durante tanto tiempo. My Bloody Valentine, por su rol patriarcal, podían augurarlo. Pero ni en sus mejores sueños podían esperar Ride o Slowdive que se les acogiera con tanto fervor en los festivales de hoy en día, multiplicando su audiencia exponencialmente. Y el revival shoegaze no cesa: desde The Pains of Being Pure At Heart hasta Sad Day For Puppets, Yuck, TOY, Asobi Seksu, The Raveonettes, The Radio Dept., A Place To Bury Strangers, M83 o nuestros Triángulo de Amor Bizarro, Blacanova, Mox Nox y tantos otros. My Bloody Valentine, por cierto, volvieron en 2013 y no lo tuvieron difícil para volver a epatar al personal, encumbrando su disco de retorno a lo más valorado de aquel ejercicio para el común de la crítica.
#2 El hermanamiento de rock y baile desde Madchester
Los ritmos paquidérmicos de Kasabian, que revientan hoy en día el aforo de cualquier festival de verano, son fruto de todo aquello. Porque lo que ocurrió en Manchester entre finales de los 80 y principios de los 90 fue una gloriosa simbiosis entre la pista de baile y el rock de guitarras. Que tenía sus antecedentes, sí (la psicodelia ácida de finales de los años 60), pero reclamaba con orgullo un espacio propio cuya discografía tuvo algo de coyuntural, pero nos legó algunos extraordinarios trabajos a cargo de The Stone Roses, Happy Mondays, Inspiral Carpets, The Charlatans o 808 State. El orgullo del norte inglés desterró no pocos prejuicios, y pavimentó el terreno sobre el que la electrónica de masas de la segunda mitad de los 90 (The Prodigy, Chemical Brothers, Underworld, Orbital, Fatboy Slim) reinó entre audiencias de muy diversa procedencia. La mayoría de ellos, por cierto, aún lo siguen haciendo. Aunque vivan de las rentas de aquella época, en muchos casos. Primal Scream eran (son) de Glasgow, pero su Screamadelica (1991) también es hijo de aquella encrucijada, con la que compartió trazas en su ADN.
#3 Las raves, el éxtasis y el imperio del house
Como en todo socavón en el relato discursivo del rock, una droga jugó un papel prominente: el éxtasis. Esencial no solo en fenómenos como el sonido Madchester, sino en la difusión masiva de un género que rara vez deparó mejores frutos que en la segunda mitad de los 80 (el house, con coartada acid, deep, latin o sin necesidad de ninguna de ellas). O en la propagación, como la pólvora, de la cultura rave que prendió al sur del Reino Unido y se extendió por toda Europa: la reclamación de un espacio lúdico y de ocio por parte de toda una generación. Mucho antes de que el gabba, el trance o el progressive hicieran estragos. Sus efectos son bien patentes hasta nuestros días.
#4 La explosión del rock alternativo norteamericano, el indie pop, el noise rock y el grunge
Mientras el reinado de The Smiths en el Reino Unido ya había sublimado el indie pop británico y sentado las bases para todos los que vendrían después, el subsuelo norteamericano era un hervidero de grandes bandas que, a principios de los años 90, se postulaban-casi sin quererlo-como alternativa real al rock de las grandes corporaciones multinacionales. The Replacements, Hüsker Dü o Pixies habían hecho antes casi todo el trabajo sucio (nunca suficientemente ponderado), pero quienes contribuyeron a dinamitar el portón de paso de la gran industria fueron Nirvana, Sonic Youth, Pearl Jam o Dinosaur Jr, cuyos mejores discos datan de aquel lustro. Al igual que los de R.E.M., paradigma de banda de college radios que da el salto al megaestrellato. Su huella en el rock independiente de hoy en día es tan avasalladora que no merece mayor detalle. Omnipresente.
# 5 El trip hop
Propagado en primer lugar por Massive Attack y en segunda instancia por Portishead y Tricky, el trip hop prolongó el influjo de sus ritmos cadenciosos y sus atmósferas densas (a veces mullidas, a veces opresivas) durante muchos años. Gran parte de la electrónica de dormitorio y del downtempo que imperaron más tarde no se entenderían sin él. Buena parte de las bandas sonoras para películas y de la música para anuncios cool, tampoco. Por si fuera poco, Portishead se reinventaron con éxito en 2009, y junto a Massive Attack encabezan aún con encomiable maestría el cartel de cualquier festival.
# 6 El hip hop de combate y la daisy age
El reinado de Public Enemy ostentó sus mejores argumentos en aquel quinquenio. El rap colorista y positivo de De La Soul, también. Ambos encarnaron los dos extremos que polarizaron la escena hip hop durante muchos años: el mensaje reivindicativo, combativo e iracundo de los primeros y la inclinación luminosa, naïf, neohippy y humanista de los segundos. El orgullo racial y la era de la margarita. Ambos recondujeron el trabajo de los pioneros del género, y lo cierto es que todo el rap formulado desde entonces se movió entre ambos fieles de la balanza, de N.W.A. a Arrested Development, de Dr. Dre a 3rd Bass, de Snoop Dogg a Kanye West.
#7 La generación bisagra del rock español
Last but not least: no gozaron del reconocimiento que merecían, pero sin el trabajo de Los Bichos, Cancer Moon, La Secta, La Granja, Los Enemigos, Surfin’ Bichos y demás emblemas de aquel silencioso (mediáticamente) tránsito entre el ocaso de la generación de los 80 y el indie de los 90, no se podría explicar la historia del rock estatal.
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