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Soy negro y estoy orgulloso: la gran industria asume el black power

En Música 7 febrero, 2018

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Históricamente sujetos a un latrocinio silente pero muy eficaz, los músicos de raza negra están más cerca que nunca de ver cómo la tortilla está a punto de darse la vuelta en favor del reconocimiento a sus discursos. Seguramente no sea muy edificante consignar el arte – sea este música, cine, teatro o pintura – en categorías raciales: la normalización empieza por el propio lenguaje, y evidenciar un flagrante desequilibrio justo cuando este parece abocado a la extinción tampoco contribuye a pulverizar agravios.

No está tampoco en nuestras manos jugar a la corrección política. Pero tampoco descontextualizar un juego de contrapesos que se remonta –no nos engañemos– a la época de los minstrel shows de principios de siglo, a la proliferación de la llamada race music en los años cincuenta, a la fagocitación del blues, del rythm ‘n’ blues, del gospel, del jazz y del soul por músicos blancos de todo pelaje (apenas hay géneros seminales de la música pop que no nazcan de la negritud), con sus correspondientes dobles raseros, que alcanzaban al ámbito judicial (que le pregunten a Chuck Berry) y hasta a la opacidad con que la MTV obsequiaba a cualquier músico de color, y con la que acabó Michael Jackson cuando reventó la banca con Thriller en 1982: no queda tan lejos, apenas han pasado más de tres décadas y media, aunque a las generaciones más jóvenes aquello les suene a historia del paleolítico superior.

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La última entrega de los Grammy escenificó – habrá que ver si con visos de continuidad – el cambio de tendencia que ya opera en la calle desde hace al menos un lustro. El hip hop (en sus diversas vertientes) y el R’N’B moderno, todo aquello que podemos englobar en la categoría de géneros urban (etiqueta algo aborrecible, pero práctica), llevan tiempo mostrando una inusitada elasticidad para configurarse como plásticos reflejos de estos tiempos de impredecibles cambios sociopolíticos en los que vivimos, y lo hacen con una capacidad de renovación que en manos de músicos blancos que empuñan guitarras queda más que en cuestión, independientemente de que muchos de ellos aún retengan el mojo para diseccionar el presente en sus letras (no tanto en sus recicladísimos códigos sonoros).

Por primera vez en la historia, no había ningún artista blanco entre los nominados al mayor premio en la noche de los Grammy, el de grabación del año. Entre los contendientes a mejor álbum, tan solo la neozelandesa Lorde era de tez pálida. Tampoco nunca se había dado el caso de que coincidieran tres nominados negros a mejor disco: este año eran Jay-Z, Childish Gambino y Kendrick Lamar. Las comparaciones pueden ser odiosas, sí, pero eran más que notorias con las entregas de los últimos años, en los que los máximos reconocimientos se los llevaban Adele, Taylor Swift, Ed Sheeran, Beck o Sam Smith.

Kendrick Lamar

Pesaba en los Grammy –con razón– la acusación de ningunear a los músicos negros desde tiempos casi inmemoriales. Desde Aretha Franklin a Beyoncé, pasando por la plana mayor de las más conocidas crews de hip hop de los ochenta y noventa, epítomes del soul sofisticado como The Temptations, luminarias del funk como Sly & The Family Stone o patriarcas de la música disco como Chic.

Clamaba tanto el desequilibrio de la producción musical en función del color de su piel que hasta Adele se vio compelida a disculparse públicamente, hace justo un año, después de que su álbum se impusiera –sin más justificación que el veleidoso vaivén de esta clase de reconocimientos– sobre el Lemonade de la Knowles.

Pero este año, el efecto contagio de la ceremonia de los Oscar de 2017 –que se encaminaron más que nunca a cicatrizar la llaga abierta mediante su recuento de premios– estaba servido. Hacía diez años, (desde 2008 en concreto, con el River: The Joni Letters, de Herbie Hancock) que alguien que no fuera de raza blanca no ganaba el premio a mejor álbum, aunque músicos como Quincy Jones hayan abultado su currículum durante años con más de veinte reconocimientos en roles secundarios. Y el gramófono dorado concedido al mestizo Bruno Mars por 24K Magic truncó hace unos días la sequía.

Bruno Mars

Habrá que ver si la escenificación de este cambio de tendencia, en el que la industria siempre va a remolque de la realidad con la celeridad del paquidermo, acaba por confirmarse a largo plazo en el tiempo o se erige en un simple brindis al sol, al más puro estilo del feminismo de salón de nuestra última entrega de premios Goya.

Porque esa es otra: desterrado el prejuicio racial – al menos en apariencia – queda el otro Rubicón por cruzar para unos Grammy que plantean una de las más opulentas ceremonias de una industria sometida a reseteo: el espinoso asunto del rol de la mujer. De momento, el señor Neil Portnow (el septuagenario presidente de la Academia Nacional de las Artes, que entrega los premios) ha tenido que disculparse porque hace unos días se lució hablando del poco esfuerzo de la mujer por dar un paso adelante para ocupar puestos de relevancia en la industria. El runrun se prolongará al menos hasta dentro un año, como mínimo.

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