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Cultura

Atrapando el humo del arte con cazamariposas

En Hermosos y malditas, Cultura 27 febrero, 2018

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

La retirada de la obra Presos políticos de Santiago Sierra en la Feria Internacional de ARCO por parte de su organizadora, IFEMA, las explicaciones balbuceadas por el Talking Head entregado oportunamente a los medios, las delirantes apologías por parte del diario ABC, unido al espontáneo misticismo jurídico de la portavoz del PSOE, y a un sinfín de discursos de rótulo postmoderno acerca de las ventajas estratégicas para el artista censurado, han hecho que la semana pasada fuera particularmente triste en términos de modernidad y cultura.

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Tristeza en términos de modernidad y cultura porque supone un disgusto más a añadir a la ya bien engrosada lista de decisiones, que en la tensión entre política (en un sentido degradado del término), intereses empresariales, religión institucionalizada y libertad artística o de expresión, caen del lado de esas prerrogativas de clase convertidas en aquello que cuando era joven llamábamos poderes fácticos.

La condena de 3 años y medio de prisión ratificada por el Tribunal Supremo al rapero Valtonyc por las desagradables letras de sus canciones, el secuestro del libro Fariña del periodista Nacho Carretero como medida cautelar impuesta por una jueza de Collado Villalba, la sentencia contra el ocurrente muchacho que superpuso su rostro a la imagen del Cristo Despojado de Jaén, son ejemplos de una marcha de las cosas, que a muchos no sólo nos parece injusta y regresiva, sino, sobre todo… siniestra.

Por empezar con este último caso, tal como analizaba con lucidez Joaquín Urías en «Al revés y al derecho», la condena sobre el artículo 525 del Código Penal parece una interpretación de la norma en los viejos términos de la blasfemia. Una vía contraria a la que, por ejemplo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos mantenía en las mismas fechas frente a una denuncia relativa al uso lúdico de la imagen de Jesucristo cuando recordaba que en una sociedad democrática los ciudadanos deben aceptar la negación por otros de sus creencias pues lo contrario convertiría la libertad de expresión en un enunciado meramente retórico.

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Creo que la condena al rapero Valtonyc, como tantas expresadas contra cutre-influencers y titiriteros, deja en mal lugar (en un lugar antiguo y oscuro) a la propia institución judicial y permite que cada vez haya en la calle más personas convencidas de que, lejos de ejercer su independencia, o ser, como querríamos muchos, la garantía del pisoteado, la esperanza del débil, la fuerza de los que no tienen otra fuerza, etc., la justicia vela por los intereses y por las sensibilidades de un grupo minoritario, tan poderoso como privilegiado.

La libertad de expresión no es absoluta pero debería restringirse, sobre todo, cuando ataca a los atacados de toda la vida, cuando se niega el Holocausto, cuando en un país mayoritariamente blanco y rico se apunta con palabras para que alguien dispare fuego luego sobre el pobre, el negro, el gitano, el moro o el judío. Desde luego que debe ponderarse en cada caso con los derechos relativos a la intimidad y al honor, pero no se entiende bien que salga gratis al político echar basura verbal contra los inmigrantes en campaña electoral y tan caro al ciudadano afear la conducta de los que están en el poder.

El mejor legado del liberalismo político debería ser la existencia de sociedades en las que no se privilegia ningún tipo de moral, de sensibilidad ni de creencias sino que se garantiza la convivencia pacífica de todas ellas. Que estemos hablando del derecho a la libertad de expresión en lugar de hacerlo de Siria, de la precariedad laboral, de los derechos de las personas desalojadas a porrazos y golpes de mar de la entrada a Europa, que estemos hablando de la persecución de tuiteros e instagrammers, en lugar de hacerlo de la corrupción o del indecente aumento de la pobreza y la exclusión significa ya la pérdida de una batalla cultural.

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No se trata, o no se trata únicamente, según lo veo, de las victorias de las sensibilidades filo-monárquicas, tardo-franquistas (en sentido sociológico), o de la sobrepresencia de una confesión religiosa en general, la Iglesia católica, ni de la victoria de la Hermandad de la Amargura de Jaén, en particular, ni del regreso del puritanismo (como se ha malinterpretado, según lo veo, el caso Egon Schiele).

Se trata, creo, de la enésima exhibición de músculo de la sensibilidad propia de un extenso grupo social, que de forma extraordinariamente eufemística podríamos calificar de conservador, que ha aprendido ya a manejarse en el seno de un nuevo ágora simbólico que no ha asumido los valores del Estado de derecho y en el que, desde hace tiempo, no se enfrentan argumentos contra argumentos, razones contra razones, sino sentimientos contra sentimientos, emociones contra emociones.

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A su vez, esta exhibición no se produce en el vacío, ni solamente al abrigo de seis años de gobierno de derechas (en otros países que gobierna la derecha no suceden estas cosas), este estado de cosas se beneficia de algunas confusiones sociales y de otras tantas señas de la cultura de nuestra época. Entre ellas, el deterioro del llamado mundo del arte, un mundo del arte cada vez más frívolo, cada vez más mercantilizado, una ciudadanía resentida con la cultura, una serie de intelectuales mediáticos caídos en el descrédito, unos pares (en este caso, unos colegas feriantes) mudos y temerosos. Temerosos, tal como diría Dalton Trumbo, ya no de perder la libertad o la vida en un Gulag, sino una segunda piscina: cosas, todas estas, que en España tienen un sabor especial.

La cuestión es que en España el pluralismo es una asignatura pendiente, la cuestión es que hace tiempo que se olvidó la esencia de los debates propios de la democracia, entre estos, la forma en que corresponde al derecho mantener la independencia de los subsistemas sociales: un juez no puede decir qué película debemos ver, ni un cura aconsejar a qué partido votar. Una obra de arte puede tener un contenido político, pero su presencia en una feria de arte debe obedecer a un criterio puramente estético o artístico.

Se trata, también, de la sobredimensión de la figura de la «víctima» visible en la idea (tan equivocada como perversa) de que éstas pueden ser a la vez víctimas y jueces, del renacimiento de identidades enfrentadas, (como si para ser alguien fuera necesario ser-contra-alguien) y de la tentación del poder político y del poder jurídico en blindar con sus propias prerrogativas sus propios intereses. Se trata del abandono de los medios de información más emblemáticos de su labor de «cuarto poder», de la visión de los derechos humanos, los derechos fundamentales y las libertades públicas como banderas de una suerte de activismo de izquierda (en lugar de asumirlos como regla elemental del juego democrático, o de un irrenunciable consenso cultural).

Una obra de arte puede tener un contenido político, pero su presencia en una feria de arte debe obedecer a un criterio puramente estético o artístico.

No soy tonto del todo, y no se me escapa el efecto perverso de la censura actual (que logra justamente aquello que quería evitar). No se me escapa que los intentos de esconder, tapar o silenciar una manifestación artística (por oportunista o vacua que sea) o una opinión (por desagradable que sea, por equivocada que esté) se traducen en promoción gratuita, en negocio de galeristas con más inteligencia que talento, en réditos inmediatos de artistas con zancos. En la época de las redes sociales ejercer la censura es como pescar el humo con cazamariposas. Eso no es lo importante.

En las fechas en las que escribo mi primera columna airada en EL HYPE, Amnistía Internacional ha denunciado la restricción desproporcionada de la libertad de expresión en España. Y lo que pronto ocurrirá, si no ha ocurrido ya, (lo cual no es lo peor que podría ocurrir) es que este nuevo orden de cosas, este cambio tonto de la agenda, nos llevará a muchos que queríamos hablar de arte, a muchos aspirantes a estetas diletantes y recogidos, a gritar como improvisados moralistas.

 

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