Le sorprendió no recordar la última vez que había tomado vacaciones. Su dinámica laboral le llevaba a encadenar contratos tan cortos que nunca llegaba a disfrutarlas. Para terminarlo de macerar, a su mujer le habían diagnosticado una enfermedad degenerativa, sin tratamiento efectivo más allá de los corticoides. Él no debía de conocer este dato pues ella aún no sabía como decírselo, pero al recoger los resultados de unos análisis había recibido, por el error más tonto y casual, los del anterior chequeo de ella.
Mientras alargaba el camino de vuelta para procesar esta nueva carga de inquietud, se entretuvo en los escaparates de una agencia de viajes. De repente vio muy razonable no sacar a colación el tema del diagnóstico, y así respetar la privacidad y todos sus plazos. Descubrió por primera vez en su vida que tenía casi más dinero que tiempo. Esa mínima diferencia la compensaban las infinitas ofertas de viajes extraordinarios a precios de saldo, de entresuelo y semisótano. Tan irrechazables que debían tener trampa. La oferta y demanda no funcionaban así.
Nunca había estado en Italia pero sabía que a su mujer le apasionaba, aunque siempre le había echado atrás la masificación turística. Tampoco habían jugado a la ruleta rusa de un vuelo que podía suspenderse en cualquier momento, por culpa de un aeropuerto clausurado de la noche a la mañana. Eligió el norte pues recordaba una conversación antiquísima, donde ella describía con lujo de detalles sus ganas de dejarse impresionar por la cacerola de piedra que formaban las estribaciones montañosas, desde las que descendía el valle que concluía en la maravillosa sopa del Lago Como.
Fijó en su mente esta postal, y desoyó todas las advertencias del Ministerio de asuntos exteriores propio y del del interior ajeno. Buscó reservas de hotel en Bellagio, justo en el centro de la Y griega que formaba el lago, un mirador de ensueño rodeado de un tapiz verde olivaceo con el que ella también había soñado muchas veces, pero el teléfono era un eterno fax, y la web una inacabable reforma. Decidió que sería mejor organizarse sobre la marcha.
Viajaron en un avión de línea casi vacío, y pudo así escuchar con mayor claridad los ruidos del fuselaje que siempre le aceleraban el pulso. Descendieron en el lowcost de un Bergamo fantasma, y tras las dos horas preceptivas de muestras y controles, observaron su pequeña trolley acercarse por la cinta de equipajes, sin más compañía que una mochila marca North Face sin dueño que la reclamase, condenada a dar vueltas en el tiovivo permanente del olvido. Tomaron un macchiato en la franquicia más cercana a los tornos de salida, y allí les entrevistó un periodista de Radio Ciudad Futura, para preguntarles de donde venían, y especialmente por qué. Regatearon un precio exagerado con el único empleado que pudieron encontrar en el único Rental Car activo del aeropuerto. La sensación liberadora de que la carretera a Milán estuviera libre de tráfico pesado, contrastaba con la poca potencia de su coche eléctrico.
Tras perder tiempo infructuosamente buscando a alguien que les dijera donde pagar el parquímetro en Milán, se orientaron de cualquier manera hasta la galería Vittorio Emmanuelle, para vivir otra sensación, ésta cercana al esguince: la de girar dos veces sobre sí mismos como peonzas ubicadas sobre el mosaico central del toro de Savoia. En teoría cumplir la tradición debía darles suerte, pero él solo pedía una vida larga más allá de la pandemia. Compraron después dos postales del Duomo como el triste placebo que suponía tenerlo a tiro de piedra y no poder verlo. Pasearon por Monte Napoleone fantaseando con la ropa de temporada inaccesible que se asomaba tras los escaparates, y cuyo destino cantado debía ser festín para polillas. La escasa gente con la que se cruzaron tenía prisa o caminaba muy lento. Ellos parecían representar el justo medio.
De nuevo en carretera no tardaron en descubrir que toda la prefectura de Como y Lecco estaba vedada al tránsito, por culpa de unas directrices de ultimísima hora. Uno de los carabinieri del control se apiadó de su mezcla de chasco y despiste, y los dirigió hacia Iseo y Garda, los lagos vecinos. Iseo era enigmático y eso a él le atraía. Garda era turístico y a estas alturas a ella no le desagradaba encontrarse con gente. La RAI informaba en su parte horario de las correcciones en las estadísticas de infectados, y del conjunto de zonas prohibidas, para después rellenar los huecos con una selección de viejas tonadas de Domenico Modugno.
Eligieron Garda por visitar Sirmione, una deliciosa verruga medieval que se extendía a lo largo de medio kilómetro lago adentro. Las tiendas de souvenirs funcionaban a medio gas, pero todavía podía verse a turistas rusos acarreando baratijas. Pudieron quitarse unos segundos las mascarillas para hacerse fotos con vistas al embarcadero, por más que aquello les costara una bronca de los tenderos y la intendencia. Terminaron amodorrados sobre los guijarros de la playa que nacía detrás de los restos de la muralla exterior, mientras contaban los reflejos dorados del sol en el agua, y compartían una piadina integral con sabor a nada. Ella parece feliz en su indiferencia, y yo no puedo pedir más, pensaba él.
El viaje les llevó a hacer noche en Verona, perdiéndose por su desierto y magnífico casco antiguo. Cenaron dos helados de tuttifrutti al pie de la antipática mirada de Dante. Localizaron la primera pensión que figuraba en la guía, y pudieron escoger entre cualquiera de las 15 habitaciones. Él se durmió casi antes de tocar la cama. Unas horas después tuvo una pesadilla en la cual alguien le advertía que todo este viaje no solo era una insensatez, sino también un sueño.
El día siguiente lo ocuparon recorriendo el Veneto y sorteando poblaciones fantasmas, camiones cuba, UVIs móviles, y refugios de campaña. Los campos más desatendidos parecían echarles en cara su prepotencia, preguntándose de que servía edificar un sistema que podía derrumbarse sin muchos aspavientos, con la intervención progresiva de un microorganismo casi invisible. En diversos controles les pidieron documentación, pero no tuvieron energía y razones para impedirles su viaje. Erraron la salida a Padua para escuchar casi inmediatamente que la ciudad estaba también tomada pero no por la epidemia, sino por un cónclave de emergencia del cual debería salir el sucesor de Papa Francisco, un elegido que no podría pisar en muchos años las dependencias vaticanas.
Salvaron la lengua de tierra que unía el pueblo de Mestre con la capital de la Laguna. Venecia les recibió en medio de un calor sofocante y una huelga de barrenderos que encubría todas las carencias efectivas de personal. Los vaporettos llevaban semanas en el dique seco, y casi un 80% de los gondoleros fuera de juego, pero un guía turístico ocioso se ofreció a darles un pequeño tour en fuera borda por el Gran Canal, explicándoles en un castellano perfecto la curiosa geometría de la ciudad, incidiendo en los edificios más amenazados por la ruina. Sobre la superficie estragada del pasillo de agua flotaban palos de selfie y gorras con el logo de los Chicago Bulls o con símbolos de peligro bacteriológico. Fachadas de todas las épocas les flanqueaban el paso, con una solemnidad que parecía haberles devuelto el silencio repentino de una algarabía humana, que hasta unas semanas amenazaba con hundir aquel milagro de la historia en el fango primigenio del cual surgió.
El guía multiusos trabajaba hasta hace un año en el Lido, trasladando a las luminarias invitadas al festival de Venecia, ya fuera desde sus hoteles al Gran Casino, o a la sede del Lido. Se le agolpaban anécdotas que había prometido no contar, como cuando Michael Caine se le cayó por la borda y él no se enteró hasta llegar a los amarres. Aunque tenían ganas de escuchar intrascendencias, él no dejó de pensar cuanto tiempo aguantaría el dique de las reflexiones que quería y no podía compartir con su mujer. Ella consultaba al guía por la posibilidad de visitar Murano, pero él meneaba tristemente la cabeza: los de Murano debían arreglárselas por su cuenta. Aunque no tuvieran que llevarse a la boca otra cosa que no fueran cristales.
A la vuelta se quedaron en la punta del espigón donde terminaba San Marcos. El Campanile estaba clausurado, como la basílica. En la plaza no había más de 4 personas si sumábamos al pianista del Florian, y un sinfín de palomas agrupadas en su parte central, donde comenzaba un reguero de alpiste que recorría una veintena de metros, procedente acaso del saco desfondado que transportara algún mozo de almacén. Cayeron entonces unas gotas de agua y se dibujó lentamente un arcoíris en el horizonte de la Laguna. Les tentó hacerse un selfie con el marco del cielo, pero se arrepintieron a tiempo. Él quiso confesarle entonces a ella todo lo que sabía, los análisis, las previsiones, el futuro oscuro, pero tuvo la sensación que aquello enturbiaría el resto del día, y cambió de tema.
Cenaron en una trattoria autoservicio elegantísima, llamada Orologio, unos bruschetti y una lasaña envasados al vacio. En uno de los cuadros de la entrada alguien había photoshopeado mascarillas a los integrantes de la Última cena. Jesucristo parecía pedir silencio con las manos para dar las explicaciones pertinentes, en su última comparecencia ante los medios de comunicación. El dueño del establecimiento, al otro lado de una vitrina protectora transparente, les comentaba sus impresiones respecto a esta crisis tan inusual. En ellas mezclaba el control poblacional chino con células integristas, crisis de valores, un cazzo de Unión Europea y un stronzo de Presidente United States.
Esa misma noche él encontró en la rueda de avisos del móvil un mensaje del Ministerio de sanidad, ofertándole cubrir una sustitución en Alicante como auxiliar de enfermería. Sabía lo torticero que era el lenguaje oficial, y tenía la seguridad que ese puesto serían en realidad dos o tres, turnos doblados y tareas multiplicadas, signo de los tiempos y de la pertinaz falta de operarios. Pero todo y esto, no dejaba de ser una oportunidad. En la balconada de la habitación del hotel que enfrentaba a la nueva sede de Correos, escuchó a su mujer tranquilizando por whatsapp a su madre, comentándole las maravillas de un país que parecía creado para el disfrute exclusivo de ellos dos.
Se preguntó cuantos aeropuertos seguirían operativos cara al regreso, si es que el regreso era viable. Examinó después sus dudas. Acaso estas razones no eran sino búsquedas de una justificación, como quien vuela todos los puentes de acceso para no poder dar marcha atrás a una decisión, y con ello volver al punto de partida. Echó entonces mano de la pobre conexión web de la última semana para buscar un vuelo y su horario.
El de Alicante estaba realmente barato. El de Atenas casi regalado.
No lo dudó ni un instante.
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