Una batalla tras otra, la última película de Paul Thomas Anderson, es una interpretación libre de la novela Vineland de Thomas Pynchon, publicada en el año 1990. Si cada cineasta tiene por época su escritor favorito, su obsesión, el de este prolífico guionista vuelve a ser, otra vez, su tocayo estadounidense. El director de Sydney, Boogie Nights, Magnolia, Embriagado de amor, There Will Be Blood, The Master, Puro vicio, Phantom Thread y Licorice Pizza ha encontrado a través del texto de un novelista tanto histórico como actual y complejo, la fórmula para viajar al fondo de la conciencia de una época espejada con el fin de la historia. Y lo logra con un gran film, sin monólogos soporíferos, ni escenas explícitas, Anderson narra, al menos, cuatro películas en una: la historia de una mujer revolucionaria que pone la causa por encima de todo, la historia de un padre y una hija que eligen el amor como salvoconducto a la clandestinidad impuesta por el destino, la historia de un militar que aspira a pertenecer a los círculos del poder mientras convive con las contradicciones de su propia egomanía, la historia de esos migrantes que tienen historias, pero nunca se las han permitido contar en primera persona.
Larga vida a las tramas laberínticas y los guiones escritos durante veinte años. Por su compleja estructura es llamativo que la película logre criticar, transmitir y entretener, todo al mismo tiempo. Pochoclos, Coca-Cola y reflexión. Es por esto que a varios nostálgicos de la nouvelle vague y las películas lentas donde no pasa nada les ha resultado un film vacío de sentido y superficial. El problema con esas críticas es la búsqueda de significado donde solo hay significante material, es que el film de Anderson no plantea un espectador que busque una reflexión dentro de la película, tampoco una película que le dé en bandeja una reflexión al espectador. Nunca mejor utilizado el recurso show don’t tell. Una batalla tras otra es un campo de posibilidades para que las reflexiones surjan en ese diálogo íntimo y singular que solo se puede producir en una sala a oscuras compartida con gente desconocida, en ese vacío negro y oscuro que se produce entre la butaca acolchonada y la luz que se proyecta sobre la pantalla grande.
Es probable que la configuración del film, protagonizado por Leonardo DiCaprio, con actuaciones estelares de actores y actrices de la talla de Teyana Taylor, Chase Infiniti, Sean Penn, Benicio del Toro, Regina Halla, Alana Haim, Wood Harris, Junglepussy y Tony Goldwyn, funcione a la perfección por la cantidad de planos y montajes bien logrados pero sobre todo es la música, una apuesta del compositor, multiinstrumentista e integrante de la banda británica Radiohead, Jonny Greenwood, la que produce el vértigo necesario para sentir y seguir la acción que transmite cada secuencia.
La combinación de lenguajes transforma a esta ficción en un relato maleable para construir puntos de acuerdo entre el pasado y el presente de Estados Unidos sin que el espectador se olvide de que lo que está viendo es una película y no la realidad. Escenas que ahogan y hacen suspirar al mismo tiempo. En ese punto, la mezcla de tonos es tan bien llevada que hace de una trama furiosa un film elegante y armónico entre imagen y sonido. Sin caer en el spoiler, es la escena de la persecución entre cuatro automóviles en el desierto del sur yanqui el retrato perfecto para entender cómo hacer del cine algo entretenido sin caer en la demagogia del videoclip.
Una batalla tras otra es una sátira política que va contra el peor de los males de esta época: el narcisismo, y lo hace de forma cruda pero también humorística.
Criticar no es ver lo malo en lo bueno, tampoco es ver lo bueno en lo malo. Criticar es suspender el gusto para decir algo más allá de lo que uno piensa de antemano sobre una producción artística. En este caso sería interesante preguntarse por lo que una película dice sin escarbar en las intenciones del autor. Como todo largometraje, Una batalla tras otra tiene sus puntos fuertes y débiles. Tal vez, una de sus debilidades narrativas es la desaparición abrupta de uno de sus personajes más trascendentes hacia la mitad del film, la cual podría haber enriquecido un poco más la confabulación con algún paisaje de su transformación a posteriori. El halo fantasmático funciona dentro de las capas subcutáneas que componen el registro protagónico de este personaje, pero lo que gana en misterio lo pierde en profundidad.
Lo que la película pierde en formas lo gana en humanismo. En una época de extremos, la obra va contra ellos y enaltece la figura de los hombres y mujeres que viven y hacen comunidad sin tanto rollo ideológico. Dando como ejemplo a los migrantes mexicanos que viven en el sur de Estados Unidos en búsqueda de un futuro mejor sin molestar a nadie, silbando bajo, construyendo el hormiguero como las hormigas. Personas silenciosas que hacen funcionar un país con el sudor de su frente, que no se engolan la lengua buscando la revolución o el exterminio, que solo luchan por una vida mejor y llevan a la práctica la solidaridad y templanza que los sobreideologismos (tanto por izquierda como por derecha) inflaman con su retórica dialéctica.
Una batalla tras otra es una sátira política que va contra el peor de los males de esta época: el narcisismo, y lo hace de forma cruda pero también humorística. Porque los únicos personajes que hacen reír al espectador son los que se transforman por amor. El sensei Sergio San Carlos (Benicio Del Toro) que ayuda y lidera a su parentesco migrante y también a desconocidos en medio de una redada policial en su contra. O Bob Ferguson, un padre que es padre más allá del destino biológico, exrevolucionario que sale en búsqueda de su hija en medio de una persecución que también pone en riesgo su vida. Entre líneas, puede leerse un aprendizaje: desertar a la guerra es una fórmula emancipatoria; la tranquilidad también puede ser un camino hacia la libertad. Paz es lo que este mundo necesita.
Sobre todo, Una batalla tras otra es una película que denuncia el narcisismo, fuerza que va mucho más allá de los principios o creencias que se decidan tomar en la vida. Porque lo que enseñan los personajes más extremos de la izquierda revolucionaria, protagonizados y nucleados dentro del 75 Francés, y los protagonistas más derechistas de la derecha mesiánica, representados por Los amantes de la Navidad, es que sus discursos excesivos se contraponen y confrontan por la disputa entre el bien y el mal. Y esa disputa, representada por Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor) y Steven J. Lockjaw (Sean Penn), destruye vidas: la propia y la ajena. Por eso, sus destinos y pulsiones mortíferas demuestran que es la ambición desmedida la única justificación de los medios más viles. Y que querer tener todo bajo control no es más que otra forma de reproducir las lógicas del mismo sistema que supuestamente se desea cambiar.
El narcisismo que invade a Beverly Hills y a Steven J. Lockjaw es la anulación de la pregunta por uno mismo. El sublime objeto de la ideología es eso. Una fuerza capaz de tranquilizar al yo y dar identidad, pero que tiene como contrapeso la paranoia y la anulación del otro como otro. Por eso, estos personajes se olvidan de sus cuerpos y los ponen al servicio de la muerte, tienen sexo solo para destruir y no para crear, se relacionan solo por intereses individuales, como máquinas caen en la trampa: creer que usar al otro puede darte una ventaja o un atajo para un fin. Si toda película tiene una pregunta final, la de esta película puede estar más allá de la izquierda o la derecha, de conservadores y revolucionarios, más allá del fascismo: ¿cuál es el fin si no hay amor?
Ya lo dijo John Lennon: Well, you know, we all wanna change the world. But when you talk about destruction, don’t you know that you can count me out (Bueno, ya sabes, todos queremos cambiar el mundo. Pero cuando hablas de destrucción, sabes que conmigo no cuentes).
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