Cuando me destinaron a Crgssyt descubrí que literalmente no había sitio para aparcar. Gasté salud, sueño, dos semanas y mucho combustible en constatarlo. Conocí la ciudad desplazándome por ella sin poder detenerme a examinarla, salvo en los oasis que representaban pasos cebra y semáforos. Una hilera compacta de diversas formas, modelos y gamas se extendía paralela a la acera y prolongada hasta el infinito, dejando apenas resquicio para el aire. Los parkings eran prohibitivos por la demanda. Los subterráneos eran una entelequia, pues el subsuelo de la ciudad era una ciénaga insostenible.
Tardé otra semana más en descubrir que el terror de los habitantes de Crgssyt por perder su sitio en el entorno era tan acusado que habían recurrido rápidamente a la tecnología. De allí había surgido una aplicación complejísima que proyectaba a la perfección una imagen tridimensional del vehículo elegido, de tal forma que el conductor podía abandonar su hueco de aparcamiento dejando en su lugar un espejismo de realidad, tan indistinguible de los demás que no había otra posibilidad de destapar el engaño que palpándolo. El señuelo no era caro pero mantenerlo en el tiempo sí, y en ello radicaba el negocio… y la búsqueda constante, a la espera de ver vehículos insolventes titilar y luego disolverse en la nada, dejando un hueco precioso.
Circular por esta mezcla de trampantojo y realidad tenía el cariz de un juego de azar, en el que la apuesta consistiera únicamente en dejar de perder tiempo. El hecho de que pudiéramos aguantar sin arremeter contra cualquier automóvil sospechoso, pasando por el ojo de la cerradura del más voluble de los carceleros, el porcentaje.
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