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Cultura

Todo lo que duele

En Con vistas al mal, Cultura miércoles, 2 de marzo de 2022

Ángel Pontones

Ángel Pontones

PERFIL

Antes de subir a la plataforma de El Hype este artículo sobre amores no correspondidos, compruebo que no recuerdo la contraseña de acceso. Nunca las apunto, pero ésta si creía tenerla bien a tiro de memoria. Al menos hasta que me prometí olvidar a la persona que se llamaba así. Siempre busco excusas para no cumplir ciertas promesas, pero para este caso en particular aún no he sabido encontrarlas. Intento modificar la contraseña pero el sistema se atasca en la verificación. Todas las pruebas y captchas que introduzco, dan como respuesta que no soy humano, y hasta el algoritmo se toma su tiempo para decirme que no me preocupe por ello.

Pruebo entonces a buscar alternativas. La primera conduce a mi papelera de reciclaje, por si suena la flauta. Allí solo encuentro dos fotos invertidas de la Plaza de España de Roma, al pie de cuya fontana posa boca abajo mi madre junto a Gregory Peck, justo en el lugar donde debería estar Audrey Hepburn.

También encuentro una contraseña anterior, que corresponde a otra persona que no puedo olvidar. En la agenda del móvil solo guardo teléfonos de gente que aún no conozco. En casa recuerdo que Alexa tiene prohibido recordarme nada malo.

Debo de presentar una Memoria económica urgente este día en que he perdido la memoria respecto a una sola palabra. No voy a llegar a tiempo, especialmente si comparto los dos problemas sin dar al menos pronta solución a uno de ellos. Vuelvoa la Memoria. Recuerdo que al ubicar en ella los gastos de viajes y dietas, hice una simulación incluyendo los míos a la hora de visitar a esta persona cuyo nombre he olvidado, pues también recuerdo que no solo no vivíamos juntos, sino que nos separaban cuatro provincias y tres cordilleras. Aparto pilas de datos hasta encontrar lo que busco: 4 viajes al mes, 1756 kilómetros ida y vuelta, entre 140 y 145 euros de diesel o 180-185 de combinación tren-cercanías-bus. Es inquietante recordar que en algún momento sumé todos esos números para obtener el pin de mi tarjeta de crédito. También recuerdo que la pregunta de seguridad era el día en que nos conocimos, martes.

Algunas revelaciones suelen llegarme intentando mear en el lavabo minusválido. La próstata da tiempo a rememorar la conversación de esta mañana con el taxista que me llevaba al trabajo, y que antes de taxista fue albañil, pues suyos son los tabiques impares del segundo piso del Centro de salud donde le he pedido el alto, y que hace esquina con un ático que visité con la otra chica de la contraseña perdida en la papelera de reciclaje. Las vistas eran preciosas pero no lo compramos porque a ella le recordaba demasiado a otro ático que vio en un sueño en el que yo le era infiel. Volviendo al taxista, recuerdo haberle felicitado por su contribución al orden de las cosas, personificado en el Centro de Salud, y también identifico el poco caso que hizo a mí comentario, pues para entonces ya estaba confesándome que antes de albañil fue informático, hasta que un error suyo reveló demasiadas contraseñas a gente que no debía saber nunca de ellas.

Último y no menos importante detalle curioso de este hombre: junto al taxímetro colgaba un marquito de plata, y dentro de él una foto de una chica muy guapa, con gesto de haber posado varias veces antes y no saber ahora muy bien que cara poner. Lo sorprendente del caso es que esa misma chica cruzaba en ese preciso momento el paso cebra que teníamos delante, sin hacernos caso alguno. El taxista leyó mi mirada de sorpresa, y me completó la historia por la que aún no le había preguntado.

Cada mañana, con puntualidad casi impostada, el taxista y la chica se cruzaban los dos en este mismo paso de cebra: él comenzando su jornada de 8 horas recorriendo la ciudad, tras dejar a su hijo en el colegio de la esquina. Ella camino hacia la cafetería donde trabaja desde hace años. Un día fueron a coincidir miradas, casi por casualidad, y los siguientes 30 o 40 instauraron la costumbre de saludarse a desmano, como si hubieran accedido a concursar en un juego donde se pasara lista y se puntuara la cortesía.

A veces ella se detenía y le guiñaba un ojo, o él sacaba a pasear el pulgar para indicarle que todo estaba bien. Un día posterior a una noche en que llovió barro, ella se acercó al parabrisas y allí escribió su nombre y su teléfono. El nombre que él leía al revés parecía ruso, y así lo memorizó. Quedaron esa misma tarde cuando ella terminó en el bar, y lo pasaron tan bien que el efecto conseguido fue el peor de los posibles, un miedo terrible a irse defraudando que les llevó a dejar las cosas así, pendidas de un paso cebra interminable. Pero él aún conservó la foto que se hicieron esa misma noche junto a una fuente similar a esa otra que nace en los últimos escalones de la Plaza de España de Roma.

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Me olvido del taxista. Una vez que dejo de no mear y vuelvo al asiento, introduzco el nombre de esta chica como contraseña, por probar. Sigue dándome error escrito tanto del derecho como del revés, pero entonces recuerdo que la persona olvidada y yo compartíamos amistades, alguna de los cuales trabaja aquí mismo. Busco el número de extensión y al otro lado del aparato salta un contestador que no debería, indicándome que no vuelta a preguntarle por ella. Lo mismo sucede cuando llamo a mi madre o a mi agente de seguros.

Recuerdo entonces que no siempre estuve yo en este puesto ni tuve a disposición este equipo. Los años que nunca sabemos donde han ido a parar,  se estructuraron en una serie de ascensos que me llevaron de una planta 2 a otra 11, hasta vararme en un departamento donde no repararan demasiado en mi presencia. El último salto dejó huérfanos una mesa esquinera, un cactus absorbe radiaciones, y un monitor Hewlett Packard con tendencia a pixelar y dispersarse. Y su torre, claro.

Es posible que aún no hayan formateado ese equipo. Agarro los primeros papeles que encuentro y me excuso indicando una consulta a otro negociado. Encuentro la vieja antigualla de cara a la pared, y al encenderla descubro dos carpetas que me son familiares. Dentro de ellas, como una matrioska, se despliegan otras y casi en la última, denominada “Error 34dsfsfdf” encuentro lo que buscaba, un hilo infinito de conversaciones que nunca supe eliminar, un tapiz compuesto de año y medio de inquietudes de sube y baja, con más aristas que un sismógrafo, cuyo origen se va revelando con una parsimonia que pone a prueba al más paciente. Comienzo la búsqueda por el final, pues me es más cómodo y supongo que el tono general pasará de pesimista a optimista.

Los 10 minutos de consulta dan de sí como el elástico del pantalón de alguien que ha decidido comer hasta reventar. Cada frase, ya sea lánguida o intensa, gozosa o repelente, suspiro o eternidad, es un ariete que golpea las puertas de la cámara secreta donde guardo las cosas que no recuerdo. De este magma destilo momentos tan felices que inundan de lágrimas mis ojos, y saco de humedales reproches tan cubiertos de óxido, que dejan en las manos el poso de algo impuro, de una enfermedad que solo pudiera contagiar podredumbre. Se me ocurren a cada momento trescientas respuestas mejores a cada pregunta, y escuchó con toda claridad a posteriori todas las llamadas de socorro que mi mente desechaba como caprichos. Descubro lo cerca que estuve a veces de hacerlo bien, pero mayormente me muevo por una pista de patinaje, o con paso inseguro, como lo haría a lo largo de una habitación de baldosas sueltas.  Me apiado de la falta de previsión que supone destapar todo este cargamento de tiempo escocido.

amor no correspondido

Pero en ningún momento localizo su nombre. Solo un apodo: Hub. Pocas letras para una contraseña pero es que en algún momento se nos ocurrió llamarnos el uno al otro así.

Hago por convencerme de que mis esfuerzos no llegarán a ninguna parte, especialmente si sigo buscando donde no toca. Vuelvo a tapar el pasado descompuesto con ayuda de gaveta y cemento, y envío al limbo decenas de miles de palabras que en su tiempo hicieron de puente, colgante eso sí. Dejo en paz los captchas y escojo el café que peor me siente de la máquina Vending.

Con la lucidez del primer trago, envío a mis superiores el artículo sobre todo aquello que ni correspondemos ni nos corresponde. Imprimo la parte de Memoria que he ido regurgitando a lo largo de la semana y cuño todas las páginas con la frase Ojalá estuvieras aquí.  Con ellas hago después un ejército de avioncitos de papel que arrojo por la ventana, esperando que alguno llegue a buen puerto, como la nota de un náufrago.

Me da por pensar que en ningún momento supiera su nombre. Ni que este detalle nos importara  entonces lo más mínimo. Es muy posible que a 420 km de distancia, ella deba cruzar hoy a pie la ciudad para dirigirse a su trabajo, pues ha olvidado mi fecha de nacimiento, que eso y no otra cosa es el pin de la tarjeta de crédito con la que no puede pagar la gasolina de su coche.

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