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“The Brutalist”, de cemento y mármol

En Cine y Series lunes, 2 de septiembre de 2024

Eva Peydró

Eva Peydró

PERFIL

Brady Corbet estrenó en el 81º Festival de Venecia The Brutalist, una considerable obra, cuya especificidad radica tanto en lo relatado como en la caligrafía con la que escribe una historia de magnates y artistas, europeos y americanos, pobres y ricos, judíos y gentiles, un cuento de superación en la tierra de las oportunidades donde solo se tiene una, y los que la ofrecen son los mismos en todas partes. No podemos ver The Brutalist sin tener en mente otras películas que consiguieron o intentaron plasmar a un visionario, en lucha con su propia familia, consigo mismo o con la sociedad. Pozos de ambición (2007), El manantial (1949) o la más reciente y lamentable Megalópolis (Francis F. Coppola, 2024) cuentan historias que pueden relacionarse de algún modo con la de László Tóth (Adrien Brody), un arquitecto judío húngaro, formado en la Bauhaus, al que la Segunda Guerra Mundial privó de su profesión y casi de su vida. Pero si, salvando las distancias, tuviéramos que apuntar alguna conexión sería con el Paul Thomas Anderson de la mencionada o de The Master.

Curiosamente, el nombre elegido por Corbet para su protagonista no es el de un arquitecto real, pero sí el de un personaje que ha existido: el vándalo que atentó contra La Piedad de Miguel Ángel en 1972. En The Brutalist, un gran compromiso con la propia profesión y una compleja personalidad, que pertenecen a alguien sometido a las más duras pruebas con que la existencia nos examina, toman la forma de parábolas, de figuras retóricas simbólicas, algunas de evidente transparencia, en una amalgama que da sentido al término cinematográfico. Nos hallamos ante una película que transmite con su fondo y sus elecciones estilísticas una unidad que, junto a las magníficas interpretaciones, nos ofrece un espectáculo significativo, donde el espectador no puede permanecer pasivo, sino que debe responder, parafraseando a Tarkovski, uniendo los puntos aportados por el director, y recreando para sí mismo lo que la pantalla propone, apunta o insinúa.

The Brutalist

Adrien Brody y Alessandro Nivola en The Brutalist.

La fotografía en VistaVisión de Lol Crawley y el diseño de Judy Becker son parte del mensaje, no solo un envoltorio. En el guion, escrito por el director junto a Mona Fastvold, la lucha entre dos fuerzas está presente durante toda la película: la lucha por la supervivencia y la voluntad de mantenerse fiel a uno mismo. Comer o venderse, mantener una adicción en secreto y no vivir como un yonqui, la aparente sumisión y el volcán interior. Incluso en las escenas de sexo es patente ese conflicto que emana de la compleja personalidad de Tóth, sus heridas psicológicas y emocionales, su sentido de la culpa y las ganas de vivir que le han ayudado a llegar América.

Por otra parte, la hipocresía es otra veta explorada y va desde lo personal —el primo Attila que le acoge al llegar a América (Alessandro Nivola) y el magnate Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce)— hasta la traición del sueño americano, en una película de opuestos, el mayor, lo europeo contra lo estadounidense. La soberbia y la iracunda inseguridad del nuevo rico —aunque su apellido de estirpe holandesa represente old money en el Nuevo Mundo— que considera cualquier small chat con el arquitecto como estimulante culturalmente, contra el orgullo callado y la vocación inextinguible del creador, humilde y a la vez con una confianza en sí mismo inagotable.

The Brutalist

Felicity Jones, Guy Pearce y Adrien Brody encarnan a sus personajes con una profundidad y carácter admirables. El protagonista de El pianista no es simplememente un talentoso judío desnutrido que encuentra su oportunidad en América, como podría parecer al inicio del filme, ya que se desarrolla como un personaje multidimensional, complejo y vivo.

Las tres horas y media de película, que se proyectó con un descanso de 15′ en cuenta atrás, son a la épica lo que el brutalismo arquitectónico y toda la Bauhaus hiceron con la sociedad, librarla de filigranas y dotar a su hábitat de un sentido, bello, útil y significativo. Lo gratuito no tiene espacio entre el hormigón y el acero, y la segunda parte se abre con la llegada de Erzsébet (Jones) y su sobrina Zsofia (Raffey Cassidy), tras una larga espera para poder emigrar y reunirse con él. La esposa de László es una fuerza de la naturaleza, inteligente, herida y superviviente, un tipo de mujer que el magnate no está acostumbrado a tratar, insuflando a la película y a la vida de Tóth un decisivo aliento.

La narrativa del director de La infancia de un líder no es lineal ni detallada, tampoco esquemática ni literal, optando por una riqueza de imágenes que, cuando la monumentalidad se fía a lo sugerido, alzanzan la excelencia. La audacia de Brady Corbet no tiene límites y alcanza su cénit en el episodio en que arquitecto y promotor visitan la cantera de Carrara. Aunque se le pueda reprochar un trazo demasiado grueso, la intensidad del mensaje bordea lo inadecuado para saldarse con una turbadora síntesis, quizá con demasiados componentes en la combinación: el ejercicio bruto del poder en cuanto la ocasión se presta, abandonando las maneras de salón, la pasividad del agredido y su indefensión aprendida, además situando esta secuencia en el corazón de un recurso natural que representa la belleza en bruto, explotada y hendida.

Como colofón, Corbet nos ofrece un epílogo que nos traslada a los años ochenta y al homenaje que recibe László Tóth en la Biennale de arquitectura, una coda quizá innecesaria, equivalente a ese recuento final de los destinos de los protagonistas de un melodrama basado en hechos reales. Pero sobre todo, parece rellenar gratuitamente los huecos que la interpretación de los diseños de Tóth no pedía, desvelando los símbolos que encerraron sus obras, íntimamente relacionados con su vida y relación con Erszébet y las consecuencias que la tragedia del holocausto marcó en su futuro.

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