La banda australiana tuerce su rumbo en un tercer álbum que pone muy en entredicho su papel como banda de referencia.
Cuando daba la sensación de que la psicodelia del siglo XXI tenía que pasar necesariamente por Tame Impala, su pléyade de bandas satélite (Pond, Gum) o por cualquiera de sus acólitos, aquellos vecinos suyos surgidos de las Antípodas (Unknown Mortal Orchestra, The Murlocks), la banda de Kevin Parker se nos desmarca con un volantazo que puede descolocar a propios y extraños. Quizá el problema de fondo resida en que estamos demasiado huérfanos de tótems de menos de 20 o 30 años de trayecto, y eso redunda en la sensación de que a las primeras de cambio nos la puedan dar con queso. Quizá tan solo sea un problema de expectativas, seguramente excesivas cuando -como es el caso- hablamos de una banda que reboza con un topping de motivos de actualidad y superávit de trendiness unas enseñanzas que, en esencia, se remontan a los primeros Pink Floyd o a Kevin Ayers. Sin la mitad del ajustado foco de aquellos, por cierto. Un neo psych que, en esencia, tiene tan poco de reformulación que pone en cuestión su manido prefijo.
El caso es que, pasado un lustro desde su irrupción -muy aplaudida mediáticamente- con Innerspeaker (Modular Recordings, 2010), los arqueos de ceja y los mohínes de escepticismo comienzan a multiplicarse al paso de la banda de Kevin Parker. Todo comenzó con “Let It Happen”, un controvertido single de más de siete minutos (anatema en la era digital) que anticipaba el contenido del reciente Currents (Interscope/Music As Usual, 2015). Aunque la versión del videoclip se quedaba en algo menos de cinco minutos. Por suerte para todos.
El propio Kevin Parker ha explicado en alguna ocasión que ese “Let It Happen” al que alude su título versa sobre la idea de encontrarse a uno mismo en este mundo de caos… aunque al final sea más fácil simplemente dejarse llevar que cerrar la puerta a ese entorno del que uno no quiere formar parte. Ambas premisas pueden ser ciertas, y a la vez aplicables: nunca la brújula del sonido de Tame Impala ha parecido más extraviada, ni tampoco menos taxativa a la hora de definir los contornos melódicos que enmarcan sus canciones, pese a aciertos puntuales como “Cause I’m a Man”, “Eventually” o “New Person, Same Old Mistakes”. Hay ya un largo trecho entre la banda que recaló, prácticamente inadvertida, en el FIB de 2011 (antes de convertirse en un grupo de referencia) a plena luz del sol de julio y los Tame Impala actuales. Pero la evolución no siempre es sinónimo de progresión.
Se dirá que con ellos lo importante es el trayecto, y no la meta. La cálida insinuación de sus esbozos melódicos, y no la certificación de un brillante estribillo. El gozo sensorial por encima del fulgor instantáneo de una estrofa inapelable. La exploración de sonoridades, texturas y tratamientos sonoros con los que amenizar una existencia enmarcada en un mundo que ya no necesita respuestas concluyentes, sino estímulos prendados de un retrofuturismo apto para capitalizar revistas de tendencias. Pero el lacado sintético que Kevin Parker, en un ataque de productor total, ha otorgado a su nueva remesa de canciones, acaba desembocando en la palmaria certeza: cualquiera de sus argumentos recientes apenas pueden sacar algo de pecho si se cotejan junto al grueso de la producción synth pop más vacua e intrascendente de los años 80. Que también la hubo, desde luego. No digamos ya si la comparación se esboza con los referentes, exentos de corsés temporales (Michael Jackson, Daft Punk, Kanye West) que parecen haberle inspirado. Y lo cierto es que ninguno de estos nuevos temas tiene visos de permanecer en el ámbito de lo memorable cuando hayan pasado unas cuantas temporadas.
Todo artista tiene derecho a crecer. A plantearse nuevos retos. A desbaratar cualquier expectativa por mor de seguir sorprendiendo, esquivando la plomiza sombra de lo acomodaticio. Facturar discos no debería ser un trabajo en serie, el producto de una rutinaria cadena de montaje. Pero hay giros que dejan al descubierto demasiadas costuras. Kevin Parker puede zambullirse en las ambrosías sintéticas de los años 80, indagar en la posibilidades rítmicas del hip hop y del funk o desestimar los servicios de un Dave Fridmann que ha sido el principal cerebro en la sombra de la psicodelia del cambio de siglo, con sus producciones para The Flaming Lips, Mercury Rev o MGMT. En su derecho está, desde luego. Pero su quiebro recuerda demasiado al descarrilamiento sufrido por los últimos Black Keys, cuyo reciente deambular por los escenarios no ha hecho más que escenificar su extravío. Y la vaporosa colección de fruslerías de Currents, lejos de disolver cualquier controversia acerca del cuajo de su talento, abona el terreno para la siembra de minas en forma de interrogante. Quizá el directo ayude a disipar las sospechas, así que habrá que estar atentos a nuestras agendas el año que viene. Hay veces en que el escenario dicta el veredicto más fiable.
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