Nacho Vigalondo abordó el encargo de Javier Calvo y Javier Ambrossi (los Javis) con carta blanca y una antigua querencia por los personajes que poblarían Superestar. La serie que estrenó Netflix el 18 de julio demuestra la genialidad del director de Los cronocrímenes y ha devuelto a la actualidad una España que en el cambio de siglo, y en el caso de que un extraterrestre solo nos conociera a través de la televisión, se habría podido confundir con la cantina de Mos Eisley. La telebasura auspiciada por los canales privados parió una recua que llegó a ser tan familiar y cotidiana para los telespectadores, que pudo considerarse un reality avant la lettre. Los españoles trasnochaban para ver el late night Crónicas marcianas, el bombazo televisivo de Tele 5 producido por Gestmusic. Conducido por Javier Sardá, cada noche prometía (y cumplía) una parada de monstruos y monstruosidades solo superada por el programa siguiente. Hasta las dos de la madrugada, los espectadores seguían las andanzas de los personajes más peculiares que Javier Cárdenas entrevistaba (tras el exitazo de Antena 3 Al ataque), para comentar somnolientos en la oficina o el mercado los últimos chascarrillos de El Pozí, el Mocito feliz, Pocholo, el padre Apeles, una plétora de ex concursantes de Gran hermano, que alternaban cámara con stripers o políticos que comentaban la actualidad, sin olvidar la exhibición de la ropa interior de Boris Izaguirre, cuya literal bajada de pantalones subido a la mesa de la tertulia era consustancial al menú.
Carmen de Mairena, la Pantoja de Puerto Rico, Carlos Jesús y su Raticulín, fueron los precursores de una fauna ibérica que conocería la decadencia un cuarto de siglo más tarde, cuando la telebasura pivotara de los freaks a otro tipo de objetos de estudio. En medio, como siempre, hubo estrellas que hicieron palidecer al coro, entre ellas, una indiscutible, Yurena. La cantante antes conocida como Tamara llegó a la capital de España desde Santurce, acompañada por su devota madre, en la más pura tradición de las tonadilleras (la de Isabel Pantoja fue conocida como Doña Ana, prueba del respeto del pueblo español a las progenitoras), fan número uno y defensora de su niña con todas las armas a su alcance, principalmente un bolso de contundencia probada ante las cámaras en repetidas ocasiones, para gozo y disfrute de los televidentes y los productores que explotaron el filón del frikismo hasta agotarlo.
Tamara no estaba sola con su madre, una corte de wannabes y hasbeens, músicos, compositores, cantantes, videntes, y representantes completaron la colmena en que la reina y los zánganos interpretaban su autodenominado «culebrón», a veces en serio, a veces guionizado, pero siempre con la voluntad de acaparar el foco mediático para hacer caja, con la coartada secundaria de su alegada profesión. Romances inverosímiles, embarazos tan inesperados como previsibles eran los falsos abortos, rencillas, celos, despechos, reconciliaciones tan falsas como los flechazos, todo era televisado, triturado y digerido, normalmente a gritos, entre brillibrillis, lentejuelas y cirugía plástica extrema.
El mundo de ayer, que parece ahora tan lejano que las nuevas generaciones no podrían reconocer ni un nombre, fue sin embargo el core de una España en la que se mezclaban individuos que jamás hubieran podido tener sus minutos de gloria en otra época, o lugar, con aristócratas, ladrones de bancos o diputados. Ese casting singular, del que perviven solo algunos de sus guardianes, evolucionados y puestos al día, como Boris o Jorge Javier Vázquez, convertidos en escritores y paladines del progresismo social, es la materia de la que está hecha la serie Superestar. Aunque su protagonista absoluta pretenda ser Tamara, los seis capítulos que la componen se dedican a los distintos miembros de la comparsa. Vigalondo traza un detallado y surreal retrato de familia, que conecta con la implacable, provocadora, pero también compasiva mirada de Fellini en La dolce vita. Ese fresco en negativo, el que corresponde a los espectadores, está también presente como sociedad, aunque solo aparezcan como fans encariñados con sus parientes catódicos (familia virtual como la que propone una interacción virtual en Fahrenheit 451, a través de la pantalla), esos monstruos domésticos que no existirían sin su audiencia.

«El extraño caso del doctor Leonardo y míster Dantés», segundo episodio, duplica literalmente al personaje del compositor del máximo hit de Tamara («No cambié«), Leonardo Dantés (Secun de la Rosa), uno de los que Vigalondo trata con más cariño, a pesar de que su mirada es siempre respetuosa, descriptiva, tratando de comprenderlos, contextualizarlos. Leonardo Antonio Ramírez Rodríguez, nacido en San Vicente de Alcántara (Badajoz), autor del hit verbenero «El baile del pañuelo», es el más autoconsciente de la pandilla, con un resto de ingenuidad intacta, en medio de las bufonadas y el director desdobla su personalidad para demostrarlo. El tercer episodio, «Loly Álvarez y Arlekin en la carretera podrida», está dedicado a la primera intérprete de «No cambié», encarnada por Natalia de Molina y al representante de Tamara (Julián Villagrán); el cuarto, «Quiero la cabeza de Paco Porras», donde el vidente de verduras es un extraordinario Carlos Areces, nos sumerge en una fantasía de logias y BDSM con guiños a Kubrick. El quinto episodio, «Tony Genil y las ‘losers’ de Bohemia», con guion del dramaturgo Paco Bezerra, donde brilla Pepón Nieto, es un festín que explora sin recato en las raíces del fenómeno que estamos disfrutando, alucinando, admirando por su precisión y perspicacia, pero también lamentando, por el patetismo que refleja, en un clamor valleinclanesco, con personaje sorpresa incluido, interpretado por Albert Pla. Nos preguntamos ¿quién está delante del espejo?, ¿a quién muestra? El sexto y último episodio de la serie, «La balada de Marimar Cuena Seisdedos», conecta a Tamara con un universo paralelo, en una fantasía conciliadora y final.

Una de las mejores series que veremos este año está interpretada magistralmente por un reparto dirigido con precisión, cuyos parecidos con los personajes reales son innegables. Sin embargo, afortunadamente, no han basado su trabajo en la imitación, para trascender esa mímica de programa de humor y caricatura en un ejercicio más ambicioso. Cada uno de ellos vehicula mucho más que su propia sombra, y es en el conjunto donde apreciamos el valor documental de su trabajo. El diseño de producción de Idoia Esteban (Arde Madrid), la dirección de arte de Sandra Galicia (Daniela Forever),el vestuario de Ana López Cobos (Quién te cantará) van más allá del kitsch y el empacho de lamé y cuadros de ciervos sobre los sofás. Superestar crea un universo paralelo de verdad con una ambientación y localizaciones ad hoc que amplifican y definen a sus pobladores, para contar una historia de forma tan personal que sus protagonistas podrían ser personajes de ficción.
Vigalondo trasciende y nos ofrece un memorable espectáculo donde la picaresca-punk, lo underground y lo surreal tienen ecos de Lynch, de Kubrick y Fellini, en un ejercicio modélico que convierte lo cutre en arte. Los protagonistas, desechos brillantes de una sociedad que los encumbró y olvidó con la misma facilidad, son retratados con una devoción casi quirúrgica: grotescos y entrañables, patéticos y fascinantes a un tiempo, un desfile de personajes tan miserables como magnéticos, tan cutres como sublimes… codeándose con Ennio Morricone y Michael Jackson, que quizá nunca soñaron con llegar tan lejos, y mucho menos a Netflix. Vigalondo transforma la basura mediática en un carnaval oscuro y deslumbrante que se queda rondando en la memoria mucho después de que caiga el telón.
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