Tuve un sueño, lo escribí, y ahora es mi objetivo, quiero llegar al campamento base del Everest, y en el camino quiero saber quién soy y qué quiero.
Dos mundos antagónicos, uno en la órbita empresarial del primer mundo, el más desarrollado, frente al más primitivo, el autosuficiente de las montañas de Nepal; dos estilos de vida, el dominado por los intereses y el que fluye con las necesidades y los biorritmos. Todas las dicotomías que se describen en la obra de Daniel Torán ya están encerradas en su título: Subir hacia abajo. Esta acción casi imposible en el plano espacial se consigue casi mágicamente al interiorizar el movimiento, despertar la conciencia y aceptar las respuestas a nuestras mudas preguntas.
Subir hacia abajo es una aventura, un cuaderno de viaje hacia lo más alto, un diario íntimo, imposible de escribir así de no ser desde el desapego liberador, la humildad que transforma a un ser humano mediatizado, arrastrado inconscientemente por los días y las obligaciones creadas por otros, y que hace posible partir con los bolsillos vacíos, la mirada inocente y el corazón entre ingenuo y sorprendido por el nuevo ritmo de sus latidos.
No son pocas las historias de ejecutivos que lo abandonan todo para convertirse súbitamente a cualquier creencia germinada en aquel New Age que olía a sándalo y sonaba a canto de ballena, renegando de quienes fueron e incluso cambiándose el nombre. Ese es el prejuicio que he abandonado rápidamente para disfrutar el relato de Daniel Torán, ya que su viaje literario e íntimo es una danza tan auténtica y espontánea como la de los pájaros, leve, casi casual, pero con una clara intención y con dos objetivos bien cumplidos.
El principal parecería ser llegar a la meta programada, el viaje hasta el campamento base del Everest, pero el autor me permitirá que lo considere casi un McGuffin, un desencadenante que no limita el desenlace ni justifica las peripecias de su trekking entre las cumbres del Himalaya. El objetivo, en realidad, fue buscar ese nuevo espacio mental, espiritual, que exigían las creencias antaño alojadas en el confort de una vida correcta, impecable, pero cada vez más alienada y disociada entre múltiples personalidades públicas, privadas e íntimas. La incomodidad que reclama una nueva decoración, con mayores ventanas y espacios comunes, es capaz de llegar a doler y para quien sabe escuchar y traducir, es un alegato de supervivencia, una exigencia de cambio con todo lo que de replanteo supone. El coraje de no olvidar nunca quién se es y quién se quiso ser, cuando los esquemas de los adultos aun se habían hecho propios, es la fuerza que Daniel Torán ha aprovechado no sin las primeras dudas y temores, pero seguro después de que no había más posibilidad para seguir vivo y humano que escucharse a sí mismo y dejarse guiar solo por su instinto de supervivencia.
Desde que el protagonista se despierta en una habitación de hotel en Sacramento, compartimos con una empatía instantánea esa extraña disociación de la personalidad que a la mayoría de nosotros nos obliga a ser dos, tres, cuatro o más diferentes yo a lo largo del día, de la vida, para complacer/encajar/ser productivos en los distintos ámbitos sociales en que nos movemos. Y ¿cómo no? El deseo de huir, de dejar todo atrás, ser libres… Pero Subir hacia abajo no se conforma con eso, las peripecias, el trekking, los encuentros con seres literalmente de otro mundo, el dolor físico, la emoción que supera el techo de las estrellas incontables, la frugalidad y los hábitos transformados con la naturalidad que da la falta de alternativas no son una huida hacia delante, sino un camino disfrutado paso a paso, llaga a llaga, sonrisa a sonrisa. Ese es el camino del reencuentro, en el que el flujo mental de Torán va y viene a su vida cotidiana, profesional, familiar, a sus antiguos subordinados, a sus actuales compañeros de viaje, sus anfitriones en humildes casas y hostales, el paisaje nuevo y contemplado como si ningún otro caminante lo hubiera hollado. Citando al autor: El camino debe ser, al menos, tan estimulante y reconfortante como el objetivo. El recorrido pueden ser años de satisfacción y el objetivo puede durar solo un minuto.
Los contrastes continúan en el relato, puesto que la aridez, aunque bella, la inhospitalidad del clima y la orografía, parecen pulidas por la limpieza del relato, su deslizante prosa, que en ningún momento cae en la autocomplacencia o el divismo de quien se cree único en la búsqueda y hallazgo de la serenidad y el bienestar. La obra de Torán es de una frescura sorprendente, propia de un buen narrador creador de atmósferas, capaz de transmitir multisensorialmente su propia experiencia.
Como toda obra de viajes que se pretende completa, y esta, en su modestia, lo es, presenta una cuidada elección de imágenes que ilustran la prosa. En una declaración de principios indiscutible, el Torán fotógrafo no acompaña sus palabras de sus propias instantáneas. Alejando el riesgo de postureo turístico, el autor refuerza su mensaje de interiorización e intimismo, inmune a los grandes horizontes geográficos, con la elección de las ilustraciones de Claudia Torán, una artista que con trazos firmes y casi esquemáticos huye del realismo de postal para optar por un minimalismo sugerente y metonímico, absolutamente acorde al tono personal del relato, que también obvia infografía, mapas o rutas, con la misma finalidad.
Subir hacia abajo, Daniel Torán.
Ilustraciones de Claudia Torán
183 páginas, rústica. Ed. Círculo Rojo
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