La competición del 78º Festival de Cannes no pudo comenzar mejor. Sound of Falling, la segunda película dirigida por la alemana Mascha Schilinski es un atmosférico monumento cinematográfico que, sin afectación ni pretenciosidad, nos sumerge en un siglo convulso, a través del retrato de varias generaciones de mujeres, pertenecientes a la misma familia, ancladas de un modo u otro al mismo espacio, la granja de Altmark junto al río Elba, cuya visita inspiró a la directora. Las cuatro protagonistas, entre un elenco considerable de actores, poseen la cualidad de ser singulares y a la vez compartir la huella de la historia, del dolor, del misterio que envuelve la vida y la muerte. Con sus voces en off, que nos desvelan sin redundancia los recovecos de una narración administrada con gran economía, en diferentes edades y situaciones personales, logran el milagro de tejer un coherente y turbador panóptico, en el que lo intrínseco de la mentalidad de cada época y las raíces culturales de sus comportamientos se superponen a la realidad arquetípica del género, sus servidumbres y limitaciones sociales.
La película, cuyo working title fue The Doctor Says I’ll Be Alright, But I’m Feelin’ Blue, es un documento de historia colectiva, cuyo discurso se muestra sensorialmente, a través de los cuerpos de sus personajes, con el resultado de transmitir desde la primera escena —protagonizada por Erika (Lea Drinda)— una sensación de incomodidad y empatía que no nos abandonará en las dos horas y media de metraje. El dolor físico y emocional que anida en la cocina, el granero o el desván de la casa, se ancla a objetos como las fotografías de difuntos, pero también a las personas, que lo ocultan, autojustifican o procesan de forma diferente, sin que por ello deje de existir o se debilite el poder consciente o inconsciente traumatizante del recuerdo.
Con una austeridad que en ocasiones remite a la rigidez prusiana y anticipante de La cinta blanca (Michael Haneke, 2009), Schilinski, que tardó cinco años en finalizar el proyecto y 34 días en rodarlo, consigue que nos acerquemos a sus protagonistas sin condiciones, no en vano el proceso de casting duró un año entero. La alternancia de las diferentes historias y la dosificación de la información siempre priman el efecto sobre los datos, es decir, sentimos y después averiguamos. Es el mismo proceso que desarrolla la más joven de las cuatro protagonistas —Alma (Hanna Hecktla, de nueve años)—, que poco a poco descubre el dibujo completo que las señales fragmentadas no permitían ver. Un guion milimetrado, coescrito con Louise Peter, crea una curiosidad immediata, para alimentarla con más misterio, con las consecuencias, más que con las causas, Sound of Falling transpira muerte, desesperación en constante lucha con la aceptación, amputación real y figurada, donde los miembros fantasma atormentan por toda la eternidad.
Las cuatro historias podrían representar diferentes películas, pero el hilo que las une resulta un elemento más que cohesionador, es revelador, sobredimensionando con hondura los enigmas a los que ellas se enfrentan.
La brillantez de este ambicioso, y sin embargo conseguido, filme, debe y mucho a la extraordinaria textura cinematográfica del director de fotografía Fabian Gamper, que consigue hacernos ver el tiempo con la materialidad del polvo en suspensión, del aire caliente del verano, de las estancias que transmiten la congoja, el estancamiento y tanto la pulsión de muerte como la culpabilidad por seguir viva. La granja no es un lugar encantado, donde los fantasmas del pasado aterrorizan a sus sucesores, sino un lugar que representa el trauma personal, familiar, generacional e incluso nacional. El espacio funciona como un escenario donde el mundo exterior encuentra su reflejo a través de las consecuencias para sus habitantes femeninas. Y no solo la granja, porque la presencia del río con todo su simbolismo resulta igualmente cargada de significado y de amenaza mortal. Tanto Angelika (Lena Urzendowsky), en una Alemania dividida por esta frontera natural, Lenka (Laeni Geiseler) en su primer encuentro con la pérdida en el siglo XXI y Erika, aterrorizada ante la liberación de la Alemania nazi, se sumerjen las aguas del Elba envueltas en ansiedad.
En Sound of Falling escuchamos la lluvia sin verla, aceptamos su crudeza y su poesía, abrazamos el arquetipo y la singularidad de una película, cuya huella en el espectador es immediata e irreversible.
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