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Sexo, mentiras y censuras de nuevo cuño

En Música 23 agosto, 2017

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Por definición, podría decirse que el hombre es un animal de memoria ciertamente limitada. Racional, sin duda (en unos casos más que en otros), pero con un disco duro cuyas prestaciones mejorarían considerablemente si se agudizara su capacidad para retrotraerse con largo alcance. ¿Cuántas veces nos acordamos de detalles supuestamente irrelevantes y nos olvidamos de lo esencial? Si nos ceñimos al homo hispanicus, podría decirse que esa carencia admite talla XXL: España es el país del cortoplacismo y de la memoria de pez (especialmente la histórica, que explica cuentas aún no saldadas y que serían de sonrojo en otras latitudes), acentuada si cabe por esta era de estímulos tan instantáneos como fugaces.

Viene todo esto a cuento del repunte censor que ha copado no pocos titulares este verano, debido al contenido abiertamente sexista de algunas canciones de trap, hip hop o reggaeton. Ya saben, lo de Maluma (en portada de este texto) y sus “Cuatro Babys”, en el punto de mira desde el pasado mes de diciembre, sometido entonces a una recogida de firmas vía change.org y este mismo verano vetado por el ayuntamiento de Bellreguard (Valencia) y escrutado con celo por el consistorio de Tenerife, presto a denegarle subvención a su concierto de septiembre. O a la prohibición por parte del ayuntamiento de Cullera de las peleas nocturnas de gallos y sus procaces rimas. O al perdón que, al parecer, se vio obligado a pedir el alcalde de Xàbia (Alicante) por el twerking (perreo) inherente a un espectáculo de sus últimas fogueres, al parecer tan denigrante. O al conmovedor (nótese la ironía) y más reciente esfuerzo del Instituto Vasco de la Mujer, que ha propuesto como alternativa 200 canciones no sexistas a través de una lista de spotify, en la que tanto el trap como los últimos éxitos de Shakira, Enrique Iglesias o Luis Fonsi (aunque el organismo reconoce no tener nada contra el ubicuo “Despacito”, acabó también desechándolo) son desterrados en aras del “Mi cuerpo es mío” de Krudas Cubensi, el “Ella” de Bebe, el “Antipatriarca” de Ana Tijoux o el “Bellas” de Canteca de Macao. Todo muy realista, desde luego. Todo por el pueblo, pero sin el pueblo.

Está muy bien eso de que los poderes públicos velen por la igualdad y luchen contra los estereotipos que perpetúan flagrantes desigualdades en nuestra sociedad. Pero producen una infinita ternura los desvelos que algunos destinan a combatir problemas estructurales tratando de tumbar dinosaurios con tirachinas. Como si la prohibición de unas cuantas canciones fuera a poner puertas al campo. Como si la música pop (en sus múltiples acepciones) fuera el detonante de conductas profundamente reprobables, y no simplemente un reflejo más de las sociedades en las que ha ido fermentando.

Chuck Berry

El sexo, y las relaciones de poder o de dominación que conlleva, siempre han tenido un vehículo esencial en la música popular. No es algo nuevo. Está en la propia génesis del rock and roll, desde los tiempos de Chuck Berry. En la sensualidad y el potencial lúbrico del mejor soul. O del mejor house. En la chulesca lascivia del hip hop más desafiante. Hasta en las falocéntricas y jactanciosas poses de guitar hero de ese hard rock que eclosionó en los años 70, al que con razón se le ha llamado macho rock en más de una ocasión. En cualquier estilo de sangre caliente y que propicie el acercamiento de los cuerpos mediante el baile, fiel codificador de ese flirteo que es más viejo que el mundo, provenga este de una latitud tórrida o más templada. Ni siquiera el teóricamente ensimismado y asexuado indie rock clásico es inmune a una transpiración sexual poco dada a ortodoxias (a bote pronto, uno recuerda el “Teenage Lust” de The Jesus & Mary Chain, el “Kool Thing” de Sonic Youth o el “Dogs of Lust” de The The), excepcionales reflejos sonoros de una sensualidad que antaño también tuvo su poder de contagio.

Rasgarse a estas alturas las vestiduras por la supuesta cosificación de la mujer que emana de algunas estrofas sustancia una postura seguramente bienintencionada, pero profundamente naïf. ¿Dónde ponemos los límites? ¿Nos atrevemos con todos los géneros? ¿Interpretamos literalmente todos y cada uno de los patrones de dominación que destilan algunos textos? ¿Asumimos en bloque que esa sumisión es, en todos y cada uno de los casos, no consentida? ¿Alguna de las mentes preclaras que idean estas listas negras puede presumir en público de no haber entendido alguna vez el sexo como un juego, proclive a la asunción de diversos roles, en el que el único límite – obviamente – debe ser el beneplácito de cada una de las partes como personas en su pleno uso de razón?

Madonna dijo una vez que el sexo solo es sucio cuando uno no se lava, y tenía toda la razón. Exorbitar los efectos del lenguaje inherente a muchas canciones supone también menospreciar profundamente el intelecto de los individuos que las consumen y las disfrutan. Llevando ese argumento hasta el extremo, deberían también prohibirse las películas que muestran a personajes de conducta reprobable o hasta abominable, para así evitar que cualquiera de nosotros nos convirtamos en un monstruo. ¿Conviene cargarse también el «Mitad y mitad» de Kase. O, por decir aquello de “es tan de mi gusto este género” cuando alude a su partenaire sexual? ¿O lo indultamos porque era una mujer, Najwa, quien le daba la réplica?

Con todo, lo más preocupante de esta oleada censora es el profundo descuido que revela sobre la propia memoria, carcomida hasta el espinazo por una corrección política que acabará por sumirnos en el delirio o en la esquizofrenia. Canciones como “La mataré” (Loquillo y Trogloditas) o hasta “La máquina de escribir” (Los Planetas), acogidas con plena naturalidad en su momento, lo tendrían francamente crudo hoy en día. ¿De verdad hemos progresado?

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