Sebastião Salgado (1944-2025) fue durante décadas esa voz de la conciencia del mundo que no nos susurraba palabras sino imágenes. Las imágenes hablaban de otros mundos que estaban en éste, aunque a duras penas. Mundos que, como civilización, no nos hacían quedar nada bien en la foto.
Salgado parecía hablarnos desde su púlpito, pero realmente su labor se limitaba a informar de las consecuencias de elecciones egoístas, y a menudo erradas, que traían sufrimiento a cientos de miles a cambio de su total invisibilidad. Nadie le discutía este altavoz, pues se lo había ganado a pulso. Antes de iniciativas como Live Aid que pusieron el foco en las terribles tragedias humanitarias de África, Salgado ya había estado allí intentando dar voz a los parias de la Tierra, siempre con la única compañía de su cámara Leica.
El fotógrafo social sufrió una crisis de saturación a mitad de los años 90 del pasado siglo, tras cubrir una serie de conflictos a cada cual más terrible y deshumanizado que el anterior. Durante esa década, su objetivo mostró la lucha contra lo imposible que suponía intentar apagar centenares de pozos de petróleo diseminados por el desierto kuwaití, destinados a arder durante meses. Una consecuencia del sin sentido de una guerra igual de estúpida que cualquier otra.
Después descubrió que las rencillas enquistadas entre hermanos podían crear monstruos, como así nos enseñaron las guerras fratricidas de la Yugoslavia de los primeros años noventa. Y como si todo horror pudiera superarse. Salgado encontró en la Ruanda de 1994 el escenario de un exterminio entre facciones, un genocidio que se llevó por delante en 10 días a cerca de un millón de personas, y provocó un nuevo éxodo de derrotados sin esperanzas. Tras semanas de ver pudrirse cadáveres en cualquier punto del paisaje en que posara su objetivo. el fotógrafo social descubrió que le era materialmente imposible sacar una instantánea más de la barbarie. Había perdido la fe en que aquello sirviera para algo pero, sobre todo, en nuestra continuidad como especie. Una sociedad que se quería tan poco no estaba destinada a ser advertida sino a terminar por desaparecer, como cualquier patógeno nocivo.

© Sebastiao Salgado
El reciclaje de Sebastião Salgado le llevó justo al punto opuesto de donde se encontraba. Si como especie la humanidad no tenía arreglo, el paisaje que aparecía en segundo plano si merecía la pena ser reseñado. Y recordado. Génesis (2004-2012) era un proyecto destinado a trasladarnos a un tiempo donde la Tierra era joven, hermosa y esencialmente inocente. Una Tierra no contaminada por nosotros. Paisajes inexplorados, casi vírgenes, evanescentes, donde los ciclos de la vida cobraban su sentido pasando a formar parte del blanco y negro particular de su captor. Génesis fue una apertura a la esperanza para un Salgado necesitado de curar muchas heridas morales. No solo cambió la orientación de su carrera sino que la prolongó otras dos décadas.
Hacía tiempo que Wim Wenders le tenía echado el ojo a una posible colaboración con Sebastião, al que admiraba por su habilidad a la hora de capturar esos instantes que separan a un reportero de un cronista. La ocasión la hizo real el cineasta Juliano Ribeiro Salgado, primogénito de Sebastião. Juliano buscaba escribirle una carta de amor a su padre y casi sin esperárselo, ya tenía quien se le dictara.
La sal de la Tierra (2014) resultó un encuentro feliz y una suerte de grandes éxitos que el fotógrafo social merecía. A través de ella conocimos más sobre ese economista talentoso que trabajando en la Organización Mundial del Café, descubrió los resortes que unían y separaban al primer y tercer mundo, y los motivos éticos que le llevaron a decantarse de pleno por su pasión, la fotografía.

Wim Wenders durante el rodaje de La sal de la tierra (2014)
Descubrimos sus primeras series de imágenes: Otras Américas (1986), que mostraba como la miseria moldea un cuerpo humano desde que nace hasta que muere, incluso en las zonas más alejadas e inhóspitas del planeta, y Sahel, End of the Road (1984), zona cero de una de las sequías más terroríficas del siglo, que azotó a cuatro naciones alrededor del cuerno de África, y dejó una riada de muertos en vida migrando hacia ninguna parte. Pasarán cien años y Salgado seguirá siendo recordado por esas imágenes de niños y madres reducidos a un par de ojos enormes, miradas que reúnen la desazón de no poder dar un paso más pues el cuerpo que los sostiene ya no tiene consistencia.
Descubrimos asimismo imágenes imposibles, como las de la mina de Serra Pelada, que inspiraría su serie Gold (2020). Una suerte de sima infernal donde cientos de buscavidas desesperados buscaban la mínima esperanza de salvación, o mayormente desaparecían tragados en sus profundidades. Sus rostros machacados, cubiertos de un fango tan denso que deformaba sus expresiones en un revoltijo de sudor, desesperanza y fracaso, nos llevaban a preguntarnos hasta dónde puede aguantar el alma antes de desmoronarse.
En La sal de la Tierra descubrimos sobre todo lo demás un binomio perfecto, el de Salgado y Leila Wanick, compañera y artífice de hacer llegar al resto del mundo este grito de auxilio resumido en forma de instantáneas. Leila ha sido la compiladora de todo aquello que da origen a la marca Salgado, y la prolongación del fotógrafo social a la hora de publicar sus series de fotos y comisariar las exposiciones que nos acercan a su horror y a su belleza.
A medio documental, cuando al igual que Salgado nos resulta difícil seguir mirando de cara a la barbarie, el tono cambia, como si alguien hubiera descorrido las cortinas de una habitación a oscuras. La luz que entra a raudales es la del Instituto Terra. El Instituto Terra no solo es la carta bajo la manga que complementa un documental modélico, es uno de esos proyecto que justifican una vida, repoblar con su especie originaria un terreno familiar convertido por los años en un erial desértico, y reconvertirlo así en una nueva selva. Una labor ingente que exige reinventarse, requerir todas las ayudas, crear un nuevo equipo, formalizar un compromiso más. Salgado no puede olvidar lo que ha visto a lo largo de años pero sí cambiar sufrimiento por esperanza, aportando un “granito de arena” considerable, 10 millones de nuevos árboles de bosque atlántico, que con el tiempo cambiarán el paisaje y le devolverán una vida que parecía perdida para siempre.
Y este macroproyecto es la génesis a su vez de Amazonia (2023), testamento fotográfico de Salgado, una suerte de continuación de Génesis, pero circunscrita al pulmón de la Tierra, donde una vez más Sebastião nos muestra otro planeta, un paisaje sobrenatural donde la fuerza de la naturaleza nos muestra tan insignificantes como nuestras rencillas. El cronista de las desigualdades nos sitúa por última vez como observadores asombrados de una belleza tan pura que solo demanda un silencio respetuoso.
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