Ha regresado Scream (Matt Bettinelli-Olpin, Tyler Gillett 2022), la «recuela» del film de Wes Craven que renovó en los 90 el género del slasher y nos ha dejado esa ligera insatisfacción llevadera que es como dicen que debe acabar una exitosa separación matrimonial con mediador.
La gran aportación del Scream de 1995 fue la sofisticación, entre el homenaje (a sus autores, pero sobre todo a los entrañables espectadores) y la parodia –que no, como algún crítico ha dicho por ahí, la sátira (Don’t look up es una sátira, El jovencito Frankenstein es una parodia)– de un subgénero que parecía haber alcanzado en los 80 o desde la temprana y enormemente influyente Halloween (Carpenter, 1978) tanto su decadencia como su gloria: la popularidad de Viernes, 13 (Cunningham, 1980), o de Pesadilla en Elm Street (Craven, 1984) dieron lugar a sendas franquicias que pronto cayeron en la rutina y el convencionalismo.
Por entonces, parecía una evidencia que lo mejor de este género caracterizado por la intermitente presencia de un asesino de identidad oculta (habitualmente armado con un cuchillo afilado) y un microuniverso de víctimas potenciales había acontecido en el pasado. La fascinante estructura de Profondo Rosso (1975) de Dario Argento, la pregnancia erótico-maníaca de Reazione a catena (1971) de Mario Bava y la sucia truculencia sexual de El descuartizador de Nueva York de Lucio Fulci (1982) se antojaban no solo una prueba de ese destino inverso sino quizás del ascendente definitivo del giallo italiano sobre un género al que la «carnaza» sistemática del estereotipado campus norteamericano apenas daba color y una suerte de guilty pleasure en el espectador que deseaba ver ensartado al más disgusting de los adolescentes.
Entonces, un feliz día de postmodernos años 90 el guionista Kevin Williamson tomó los convencionalismos típicos del slasher que iban desde la idea de final girl (joven doliente en algún punto biográfico o sentimental, no excesivamente atractiva, buena amiga, mejor hija y heroína a su pesar, única subjetividad reflexiva capaz de salir de sí misma para encarar la complejidad que atenaza al grupo) al prescindible papel de la policía (una suerte de recelo institucional) y los reintrodujo en forma de metaslasher: atractiva mezcla de pastiche, homenaje y coquetería formal, no exenta de escenas espeluznantes, capaz de deconstruir y a la vez homenajear su código ficcional.
Poderosamente dirigida por un rejuvenecido Wes Craven Scream jugaba así de forma muy fresca con la decodificación consciente de las constantes temáticas y los lugares comunes de la ficción-slasher lo que le servía tanto para airear algunos tabúes referidos a la ausencia o presencia simbólica de las minorías étnicas (y el orden lexicográfico que estas ocupaban en la matanza) como para dejar de tomarse en serio cierto puritanismo sexual simbólico made in USA, como para obligarse, en fin, a un esfuerzo de preciosismo en la puesta en escena del puñal, un barroquismo de la desconfianza (como correlato del «realismo capitalista» y el individualismo neoliberal), una relectura del elemento de la venganza o de la justicia retributiva babilónica que empezaba a dibujarse ficcionalmente como factor de sospecha no esencial.
El nuevo juego entre lo contingente (el rasgo de la vida real) y lo necesario (el rasgo de la vida ficcional) no solo introducía un tipo de miedo de segundo orden lleno de referencias explícitas, implícitas (el Loomis de Psicosis y Halloween, el cameo de Linda Blair) y autocríticas sino que permitía aventurar que iban a quedar definitivamente atrás el sexismo y la misoginia, la previsibilidad y la desidia. Si una escena condensa todo ello esta fue el memorable monólogo sobre el meta-terror de Randy Meeks (uno de los personajes más añorados): las reglas específicas del género con las que sortear la muerte: nada de sexo, nada de drogas, no digas «ahora vuelvo».
Su influencia fue notable no solo en películas como Sé lo que hicisteis el último verano (Gillespie, 1997) con guion del mismo Williamson sino en la misma concepción visual del remake de terror: el Viernes 13 de 2009, dirigido por Marcus Nispel, es uno de los slasher más sorprendentes y jugosos de la historia del subgénero.
Entre los aciertos del nuevo Scream, destaco el intento de decodificación de lo que llaman «recuela» (desde Star Wars –su deuda con el protocolo y el tratamiento de los «veteranos» es enorme– a los nuevos Cazafantasmas), también el emotivo back to the old house de Woodsboro, la iluminación en la brutal escena en el pasillo del hospital, el cine dentro del cine (el diálogo ya no con Stab, la adaptación cinematográfica dentro del mundo de Scream, sino con la crítica cinematográfica de Stab): de nuevo el metalenguaje.
En un momento del film, la pregunta por la película de terror preferida se responde en clave de crítica cinematográfica: Babadook (Jennifer Kent, 2014). Se reconoce así el mérito del terror con un fondo social o psicológico complejo, la correspondencia con los miedos de la gente corriente, pero ese reconocimiento también permite admirar paradójicamente el neoslasher en toda su pureza. No tanto como película de terror puro (no lo es, los elementos cómicos y paródicos lo impiden) sino como puro divertimento con el terror.
En el «debe», la falta de interés en darle otra vuelta de tuerca al tropo. La nueva sensibilidad se lo ponía a tiro y sin embargo la secuela (en puridad, recuela) de Scream reintroduce el cliché en forma de seguro de vida de los personajes LGTBI. Uno lamenta el regreso a la homogeneización socioeconómica (cuando la serie Sé lo que hicisteis el último verano demostró hace poco que la desigualdad patrimonial propia del capitalismo avanzado podía dar mucho juego) y una rara madurez –la de Sidney Prescott (Neve Campbell) la de Gale Weathers– en la que me chirría su querencia obsesiva por el zasca, la réplica contundente, la naturalización de las armas de fuego o cierto aire MILF resultado de la imitación del arquetipo machista del héroe masculino maduro enfundado en cuero.
Caracteriza por lo demás a esta, como a toda recuela, la búsqueda del equilibrio entre el homenaje y lo nuevo, entre el pago de la deuda contraída y la renovación de la franquicia ficcional. En ese sentido, Scream es consciente del valor sobrevenido que supuso la hermosa química entre el personaje de Dewey Riley y la periodista televisiva Gale Weathers, esto es, entre David Arquette y Courtney Cox en la vida real, pero también de que ese tono era poco compatible con el basamento psicoanalítico (más del trauma sexual de Freud que de Lacan) que afeaba la trama de la Scream inicial (la violación múltiple como sórdido -y fascistoide a mi juicio– inicio de una suerte de perdición sexual).
Terror por instantes ligado a la capacidad de arrastre de la sombra a la que el mismísimo Virgilio adjudicó el aullido de los grandes lobos, emoción primordial al decir de Lovecraft, rugido de la bestia en la distancia corta. A diferencia de otros relatos de miedo en los que el protagonista se acerca a la morada del monstruo (inconscientemente, en el bosque, intencionadamente, en el castillo), en el slasher acontece al revés y es la muerte enmascarada quien se aproxima, o más estrictamente, nos visita: hace sonar nuestro teléfono, golpea la aldaba de casa, se cuela por una ventana entreabierta. La proximidad lo aleja de las ideas que de lo bello y de lo sublime tenemos desde Edmund Burke pero permite, lo cual es más inquietante, que la muerte, como ocurre con los espectacularizados datos del Covid se refleje en el televisor de nuestro salón.
Otra explicación sobre mi (nuestra) atracción por el horror y la inclinación a buscar insensatamente con la mirada los ojos de Medusa es que, a diferencia de la vida real, el slasher permite manejarnos bien con la duda, maniobrar la tempestad en el corazón, acaso sobrevivir porque la desproporción del slasher es menor que el pánico que produce la estatura del tirano, menor que el sadismo de Guantánamo, menor que la prepotencia salvaje del fuego en la residencia de ancianos sin defensa, menor que el imprevisto infarto de corazón.
El pequeño microuniverso oscuro del slasher satisface preguntas que la filosofía no puede responder, básicamente, quién nos está matando uno a uno y por qué.
Hermosos: maratones nocturnos de cine de terror.
Malditas: llamas y desidias en las residencias de ancianos (una sociedad terrorífica es aquella que no se desvela por cuidar a un ser mayor.)
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