Era 1979 y el agua se arremolinaba. Bastaba contemplar un charco entre las rocas para percibir el temblor. Los pescadores de Barbate no se atrevían a salir a faenar. Las marismas de Doñana habían quedado desiertas; las aves cruzaban el Estrecho antes de temporada. Era 1979 y la historia se arremolinaba.
La Ola amenazaba la plácida existencia de la Baja Andalucía. En sus rizos chapoteaban canciones antiguas, susurradas en fenicio, en latín, en castizo, en árabe aljamiado, pero también historias antiguas. Andalucía se había cansado de ascensores, extintores, música yeyé y bares de copa larga, o por lo menos su mar primordial se había cansado. La Ola amenazaba, simplemente, con limpiar el tablero. Lo había hecho antes y lo hace cada cierto tiempo.
Unos meses antes, una banda se estrenaba en la vetusta ciudad de Cádiz: una ciudad de cimientos frágiles y casonas encubridoras, que tiemblan ante la perspectiva de un tsunami. La ciudad más cercana a la Atlántida en el tiempo como en el espacio, si no en el destino. La banda se llamaba, para bien o para mal, CAI, y el nombre de su debut era también una declaración de principios: Más allá de nuestras mentes diminutas.
Más allá de nuestras liliputienses mentes, se abría paso el rock andaluz. Un movimiento tan natural como la tierra, y tan poco político (aunque siempre politizable) como la misma tierra. Era 1979 y las señales se multiplicaban por doquier. Se acababa de publicar la prehistoria de nuestro “rock con raíces”, aquel garrotín electrizado de la banda sevillana Smash y el cantaor Manuel Molina, en el álbum Vanguardia y pureza del flamenco (con el cante telúrico de Manuel Agujetas en la cara B). Se publicaron documentos sónicos de aquella Sevilla ‘andergraund’ en El nacimiento del rock en Andalucía, con protagonismo, nuevamente, de Smash y su guitarra Gualberto, aunque incluía cortes de los futuros Triana y otros. Los propios Smash volvían a agruparse tras haberse disuelto en deudas y LSD allá por 1972.
¿El proyecto? Lo describían las propias bandas en sus nombres: Mezquita, Guadalquivir, Alameda, Medina Azahara o el explícito Imán, Califato Independiente. Una reconciliación histórica. Andalucía volvía a abrazar lo que tuviera de mora, de judía, de pagana y paisana. No sólo las aves cruzaban el Estrecho.
Si Smash bautizó el rock andaluz, con sus bulerías pasadas por pedal de wah-wah, Triana fue la confirmación. En Triana, cante y canto, rasgado y punteo eran una sola cosa. La modernidad se hundía en jondos abismos, con sus sombras y sus luces. La Ola removía todo el sedimento acumulado.
Nada podía ir mal en 1979, pensaba Julio Matito, bajo y voz, cuando se dirigía a reclutar al batería Antoñito (Rodríguez) para un Smash redivivo. Lo acompañaba el guitarrista y sitar Gualberto (García). Smash había sido el grupo más caótico, y sin duda el más brillante, de su generación tardosesentera. Por supuesto, se plantaron en el domicilio madrileño de Antoñito sin avisar. Haz las maletas que nos vamos, dijo Julio. Secuestrado en dirección a Sevilla. Este es un tiempo en el que todo regresa, se dijo, quizás, Julio.
Su segundo álbum ya se había llamado We Come to Smash This Time. Pero dicen que a la tercera va la vencida. Smash resucita después de siete años y no sabe por dónde empezar. Contratan a dos mánagers, “uno medio calvo y el otro con coleta”. Tocan aquí y allá, en su antiguo espíritu anárquico. Tanto les vale una jaima en un cine de verano de Huelva como la reputada sala Zeleste.
La consagración vendrá el 12 de julio de 1979, que los descubre en Sant Cugat, Barcelona. Van a interpretar su nuevo material en el programa Musical Express, de Àngel Casas. Casi todos los temas fueron compuestos en los años sin Smash, aunque uno de ellos (“Tiny Peter”) se remonta de algún modo a las sesiones finales de 1971-72. A su lado, dos viejos conocidos de Sevilla: Lole Montoya al cante y Manuel Molina a la guitarra. Lole y Manuel.
Las tres canciones con letra de esa grabación (de apenas 17 minutos) son un enigma casi irresoluble. Ahí tenemos a los nuevos Smash: al nuevo Julio, más rellenito, a un Gualberto en el apogeo de su éxito crítico como aproximador de músicas y continentes, a un Antonio con una sombra de barba. Nos presentan un nuevo proyecto ilusionante, y sin embargo, algo los delata en las letras.
La última canción que escuchamos, escrita por Julio en sus “años perdidos”, parece sugerir una caída: Es un corte que la gente / tenga que capitular / por culpa de cuatro chulos / que no saben ni mandar. / Si tuviera muchos duros / te podría vacilar. / Busca novia y compromiso / que te tienes que casar, / es el precio que te ha exigido / por vivir la sociedad. / Siendo siempre muy formalito: / esa es la necesidad. / Dirán que sí, dirán que no, / pero al final tendrán razón. / Tú eres un fuera de la ley / No tienes nada que hacer. / No tienes nada que hacer.
Quizá no sorprenda que esta última canción fuera cortada en la emisión final. ¿Podría Smash sustraerse a la ley de la entropía? ¿Mantener abierto el caudal de una creatividad adolescente? ¿Seguir siendo, en sus palabras, “hombres de las praderas” en lugar de hombres sedentarios en sus cuevas, ya sean “fúnebres” o “suntuosas”? ¿Tendrían algo que hacer en su segunda oportunidad?
Otra canción, que sí fue emitida, parece preguntarse por estas cosas, en un tono más minimalista. Julio Matito sonríe y canta (esta vez en inglés): What will happen tomorrow? / Tiny Peter, little child. / What will happen tomorrow? / Tiny Peter, little child.
La grabación fue un éxito en términos escénicos: Smash se muestran más coordinados (o quizás simplemente menos colocados) que nunca antes. Flamenco, folk, progresivo y country se daban la mano en una mezcla prometedora incluso para un grupo famoso por fusionar. Falta, es verdad, algo indefinible, que puede atribuirse a la ausencia de Henrik Liebgott, aquel guitarrista y violinista danés que, lejos de ser su extranjero florero, les aportaba melodías de pata negra.
Lole y Manuel regresan a su estudio en Barcelona; Antonio y Gualberto se marchan, satisfechos, para Sevilla. No fue el caso de Julio, que se quedó por motivos de trabajo: una entrevista para poner la guinda al programa, unas negociaciones para una futura producción discográfica, algún asunto legal todavía pendiente del turbulento fin del primer Smash… algo por el estilo. El día siguiente a la grabación, resuelto aquel misterioso asunto, puso rumbo a Sevilla, a la que no llegó con vida.
What will happen tomorrow?
Tiny Peter, little child.
El día de su accidente tenía 33 años. No es bueno conducir en viernes 13.
Luego vinieron, como siempre en Andalucía, las exequias. Julio falleció en julio, pero fue el 5 de octubre cuando se convocó “Un detalle con Julio Matito”: allí estuvieron Alfonso Eduardo, Àngel Casas, Gualberto, Antonio, Alameda, Imán, Guadalquivir, Silvio y Luzbel, Pata Negra, Al Andalus, Cuarto Menguante, Piedra y Storm. El nuevo Smash se disolvió sin necesidad de LSD.
Era 1979 y la historia se arremolinaba. A una pregunta formulada en 1972 le respondía un accidente fatal en 1979. Ya en 1972 —al poco de esbozar lo que sería “Tiny Peter”—, se dio Julio un primer “susto” en su seiscientos. No fue muy grave, y podía tocar escayolado con su efímera banda de entonces, La Cooperativa. Siete años después, un segundo accidente venía a cobrarse lo que el primero había perdonado… ¿o a concluir el primero?
Entre ambos, siete años sin Smash. En algún momento de esos años de tregua, entre modestos bolos en Finlandia, devaneos socialistas en Alemania y la dirección de un chiringuito en Chipiona, Julio había compuesto su “Fuera de la ley”. Cuentan que en aquel intermezzo, aquellos días plácidos pero sin rumbo, charlaba con Felipe González tras la barra y servía cocktails dignos de un inventor del flamenco rock. Fueran cuales fueran las razones (bastante adivinables) por las que creía escribir ese atormentado pero al final tendrán razón, estaba haciéndolo para el abortado reencuentro de Smash, en el futuro. El drama se iba tejiendo, desde un chiringuito de Chipiona.
Mienten los que entienden la historia, o la vida humana en general, como ríos que van a dar a no sé qué mar. En 1979 los remolinos sólo eran más violentos.
Aquel coche también regresará. El rock andaluz reivindicaba otro tiempo, más allá de nuestras mentes microscópicas. Enterrado bajo nuestras diminutas, decrépitas Cádices. Volvía los ojos a un mundo primigenio de espaciosas dehesas y “niños que tienen la luz del sol en su vista”. El automóvil era, por supuesto, su enemigo mortal. Cuatro años después, en 1983, el cantante de Triana, Jesús de la Rosa, se empotró contra una furgoneta, de regreso de un concierto benéfico en San Sebastián. Otro que se empeñó en conducir en día 13…
Para aquel entonces, “rock hecho en Andalucía” comenzaba a sustituir a la etiqueta de “rock andaluz”. No es que los últimos discos de Triana fueran considerados otra cosa que los peores. Los pescadores de Barbate ya no tenían miedo a salir a echar sus redes; incluso terminaron perdiendo el respeto a ese atún gigante que, según la leyenda, se hunde pescando barcos.
En aquel final de los setenta parecían temblarnos hasta los cafés, y sin embargo, la gran Ola nunca llegó. Algunos defienden que fue una Ola invisible, que anegó subrepticiamente las formas musicales, indigenizando el pop español. Otros hablan de una promesa incumplida… Las playas a rebosar de turistas y el duende, en cambio, cabe en un cigarro. Tanto pedalean y chapotean que no se enterarían si, un día, el agua a su alrededor comenzara a temblar… Ni se enterará nadie que no se pregunte por lo que sucederá mañana.
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