El crítico cultural Simon Reynolds es un escritor del presente y como tal casi todos sus libros apuntan hacia dos direcciones: el pasado y el futuro. Hay dos de todos esos libros que pueden ser vistos como espejos de esta misma acción. El primero se llama Retromanía y el segundo Futuromanía. Ambos, editados en castellano por Editorial Caja Negra, hablan sobre revoluciones inconclusas, fantasmas musicales y espectros deseantes.
Aunque el autor no categorice de forma definitiva ningún concepto se puede definir la retromanía como la obsesión de la cultura pop moderna con su propio pasado, argumentando que en lugar de crear sonidos y estilos nuevos, la época se ha vuelto adicta a revivir, reinterpretar y conmemorar épocas anteriores, por otro lado, define a la futuromanía como la adicción a la búsqueda constante de sensaciones de sorpresa y velocidad generadas por la música electrónica.

La exposición “La Ruta” en el Centre D’Arts Digital Bomba Gens es una propuesta, un recorrido por la carretera que hizo de Valencia la meca de la cultura rave española de principios de los 80’ a finales de los 90’, que se encuentra a la altura de estos dos conceptos. Por un lado, con el gesto retromaníaco de investigación, revisión y curación del pasado reciente y por el otro con el gesto futuromaníaco de la innovación sonora, digital, instalativa y experiencial en la que se desenvuelve la exposición en sí.
En ese vaivén entre el pasado y el futuro es que la exposición funciona en una relación de tensión entre forma y contenido, entre museo tradicional y galería de arte moderna. Hay salas que apuestan a grandes elocuencias como la caja negra donde se realiza el mapping cartográfico infectado y alterado con canciones de música de la época y sonidos ambientes o la sala temática de arte plástico, globos y concientización de consumo, como también la sala final del parking de automóviles alrededor de las reposeras y el disco de paella valenciana (Volkswagen Golf GTI, el Opel Kadett GSi, el Ford Fiesta XR2 y el Fiat Uno Turbo) sumergida en cascos de realidad virtual.
Las salas del futuro son los agujeros negros que abren el tiempo para la reflexión y el baile.
Pero también son los detalles, los textos de sala, los objetos recuperados como los cassettes, los vinilos, los discos, los tickets, las revistas, los pines, los abanicos, las monedas, los billetes, la indumentaria y los máquinas de época (móviles, computadores, mezcladoras) los que le permiten a la muestra no ser solo una invocación al futuro sin una genealogía de un fenómeno. Y también, desde otro punto de vista, son estas mismas propuestas instalativas (las salas de mapping, la sala de los globos, los espejos y las proyecciones), paradójicamente, las que nos devuelven y llevan al tiempo de la contemplación, ese nacido en las iglesias y los palacios, y es esta mirada la que salva al proyecto de caer en una muestra melancólica y nostálgica de un pasado que nunca terminó de suceder. Las salas del futuro son los agujeros negros que abren el tiempo para la reflexión y el baile, dos formas que han sido históricamente contrapuestas aunque, en verdad, una reflexión sin cuerpo no vale la pena.

Sobre la ruta del bakalao se pueden decir muchas cosas pero sobre lo que se dice sobre la ruta del bakalao puede decirse solo una. El presente actual tiene una obsesión por entender la adicción a la sorpresa y la velocidad generada por la cultura rave que cambió la historia de las discotecas de Valencia (y España) desde la mitad de la década de los ochenta hasta finales de los noventa, principios del dos mil. “La Ruta” es una exposición innovadora sobre un hecho que fue innovador, pero como no hay nada más innovador que lo clásico, es el documental de entrevistas, uno de los puntos más fuertes porque narra las luces y las sombras de un momento particular que también es de alguna forma un recorte de la historia de la España en transición democrática y en pleno fin de la historia (caída del muro de Berlín, fin de los grandes discursos, triunfo del corporativismo neoliberal).
Si la pregunta es por qué la Ruta siempre vuelve, es porque su historia se ha transformado en eterno retorno de lo reprimido, sin caer en un juicio de valor sobre las intenciones, es una historia que se ha manipulado y mitificado, y cuando un hecho toma forma de mito, ahí puede suceder de todo, salvo desaparecer. La Ruta del Bakalao recupera dos de los tantos gestos falleros del pueblo valenciano: como los ninots, hacer algo lindo para después prenderlo fuego y como los petardos, amar el ruido por sobre todas las cosas.
Hay una cruda entrevista a Miguelet, el rey de la ruta del Bakalao, una persona que fue tanto protagonista como sobreviviente de esa época, colgada en YouTube, que muestra la cara más cruda y actual de esta historia. Al día de hoy Miguelet es un hombre que vive en una finca dividida en tres pisos con su madre y su hermano, que ha estado en prisión, que ha visto morir a su mujer de sobredosis, que ha vivido las noches más lujuriosas de la historia de la humanidad, que ha salido a bailar de discoteca en discoteca desde un jueves hasta un martes sin parar, que ha estado veinte años enganchado a la heroína, que ha asesinado a un hombre en grave tentativa por cuidar una dosis, que ha dormido en la calle dentro de cajeros automáticos y que ahora elige contar sus vivencias del pasado como forma de existir. La ruta del bakalao ha dejado memorias tristes y alegres, ha dejado una contradicción que hace que la historia siga moviéndose.

Los fines de semana del post franquismo, la evasión de la realidad, los Juegos Olímpicos en España, el AVE de Madrid a Valencia, la degeneración de una generación que no quiso ser como sus padres, el pase de los 93 a los 95 bits, la inseguridad vehicular, la falta de conciencia al volante, la conformación de la Comunidad Valenciana, la sensibilidad y el avance técnico de los sintetizadores, las mezcladoras y los tocadiscos, el ocio en acción desde el diseño gráfico e indumentaria, la exageración, el teatro mezclado con la ruralidad, el movimiento LGBTIQ+ siendo por fin libre, el asesinato de las niñas de Alcácer, la trash television destruyendo todo lo que tocaba, los skinheads, la cocaína ganándole a la mezcalina, todo eso, y mucho más sucedió y también no sucedió en menos de cincuenta kilómetros y un recorrido de discotecas y afters que daban como resultado más de 72 horas bailando.
Como dice uno de los personajes de La Ruta, no la exposición sino la serie de televisión por internet española de drama coming-of-age, creada por Borja Soler y Roberto Martín Maiztegui para Atresplayer Premium, que estrenó su segunda temporada en estos días, la ruta destroy fue una revolución desde la nada, hecha con nada y que terminó en la nada. Y es esa misma nada el motor a la que la empuja a seguir existiendo y contándose, hasta el fin de los días, porque la fiesta, la fiesta debe continuar.
Fotos: Andrés Mainardi.






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