Ravenna Festival se ha confirmado una vez más como un cruce privilegiado para la gran música sinfónica, presentando este año tres conciertos confiados a tres nombres de primerísimo nivel del podio internacional —Riccardo Muti, Zubin Mehta y Daniel Harding— y, algo aún más significativo, confiados a tres agrupaciones italianas: la Orchestra Giovanile Luigi Cherubini, la Orquesta del Maggio Musicale Fiorentino y la Orquesta de la Accademia Nazionale di Santa Cecilia. Tres rostros diferentes de la excelencia orquestal italiana: por un lado, la frescura y el entusiasmo de los jóvenes dirigidos por Muti; por otro, la experiencia y el prestigio de dos conjuntos históricos, guiados por maestros de talla excepcional.
Riccardo Muti regresó después de la inauguración del Festival, reafirmando —si es que aún hacía falta— su profundo vínculo con la ciudad y con el festival que lleva su nombre. Volvió a ponerse al frente de la Cherubini con un programa de fuerte valor simbólico y musical. La obertura de I Vespri siciliani de Verdi, autor imprescindible en la trayectoria artística del director italiano, abrió la velada con una lectura de gran fuerza arquitectónica. El gesto del maestro, seco y nunca redundante, supo esculpir el diseño sonoro con una claridad expositiva que se convirtió en marca expresiva, devolviendo la partitura con toda su tensión dramática y solemnidad.

Riccardo Muti dirige la Orchestra Giovanile Luigi Cherubini. ©Zani-Casadio.
La obra verdiana precedía a la Cuarta Sinfonía “Italiana” de Mendelssohn, una página luminosa y chispeante del repertorio decimonónico que reveló el lado más lírico y poético de la orquesta. Muti supo realzar el canto de las líneas melódicas y la transparencia tímbrica del tejido orquestal, con especial refinamiento en los dos movimientos centrales. El segundo, con su paso severo y grave, fue ejecutado con rara profundidad e introspección, mientras que el tercero brilló por su equilibrio, elegancia y una paleta de colores que destacó la suavidad de las cuerdas y la precisión del conjunto. Un Mendelssohn más reflexivo que extrovertido, pero no por ello menos envolvente. El punto culminante de la velada llegó, sin embargo, con la Sinfonía n.º 5 en do menor op. 67 de Beethoven, abordada por el director con una visión potente, lúcida e intensamente rítmica. Desde las primeras cuatro notas icónicas, el director imprimió a la ejecución una tensión apremiante e implacable, capaz de ligar firmemente todos los movimientos en un único arco narrativo. No una lectura fragmentada, sino un flujo continuo de energía sonora, animado por un control de las dinámicas y los tempi de impresionante eficacia.

Zubin Metha y Amira Abouzahra con la Orchestra del Maggio Musicale Fiorentino. ©Zani-Casadio.
Si Muti construyó una velada marcada por el rigor y la introspección, Zubin Mehta, al frente de su Orquesta del Maggio Musicale Fiorentino, trajo al festival una visión sinfónica cálida, arrebatadora y profundamente humana. El programa, inicialmente anunciado con otras obras, fue modificado, aunque ello no restó nada a la calidad de la velada. En la primera parte, la joven violinista Amira Abouzahra abordó con elegancia y contención el Concierto para violín en re mayor op. 61 de Beethoven. Más lírica que dramática, la solista mostró buena entonación y un fraseo cuidado, aunque algo escasa de emoción en los pasajes más melódicos; sin embargo, resultó mucho más incisiva en la Cadenza, donde desplegó un violín decidido y articulado.

Zubin Metha dirige la Orchestra del Maggio Musicale Fiorentino. ©Zani-Casadio.
La segunda parte estuvo dedicada por completo a Ein Heldenleben (Vida de héroe) de Richard Strauss, cima de ese sinfonismo autobiográfico tan afín al gesto de Mehta. Y la impresión fue que el director, ya cercano a los noventa años, encuentra en esta página un alter ego musical: heroico pero humano, autoirónico pero consciente. La dirección fue densísima, vibrante, llena de matices y de impulsos repentinos. El director indio dominó la compleja partitura con lucidez y pasión, extrayendo de su orquesta una paleta tímbrica impresionante, entre ímpetu y caricia. Magnífico el solo del primer violín Salvatore Quaranta, auténtico coprotagonista en una narración musical que encantó al público por su coherencia, tensión y belleza.

Daniel Hardin al frente de la Orchestra dell’Accademia Nazionale di Santa Cecilia. ©Zani-Casadio.
El concierto dirigido por Daniel Harding, al frente de la Orquesta de la Accademia di Santa Cecilia, cerró idealmente el tríptico sinfónico del festival, aunque fue también el menos entusiasmante y, por desgracia, el que contó con menos público en la sala. No por falta de calidad, que sigue siendo altísima, sino por cierta dificultad para transformar el programa en un relato completo. La apertura fue confiada a Blumine de Gustav Mahler, una pieza poco conocida que el compositor excluyó de su Primera Sinfonía, y que representa un raro ejemplo del Mahler más lírico y frágil, antes de que su poética se saturase de lo trágico y lo abismal. El director británico ofreció una lectura suspendida y poética, pero sin lograr convertirla en una verdadera introducción narrativa. Le siguió un Preludio y muerte de Isolda de Wagner muy cuidado, con un bello fraseo en los violonchelos y un resultado tímbrico refinado, pero que pareció carecer de esa tensión erótico-mística que convierte esta página en algo realmente fulgurante.

El director britanico Daniel Harding. ©Zani-Casadio.
La Segunda Sinfonía de Brahms fue la mejor parte de la velada, abordada con un gesto seguro y respetuoso de la visión romántica de la obra, aunque no siempre Harding logró sacar a la luz plenamente su arquitectura formal. El Allegro non troppo inicial, el momento más logrado del concierto, estuvo bien construido, aunque la compleja red contrapuntística quizá merecía un mayor sentido de necesidad interna. El Adagio non troppo mostró en cambio un bello aliento lírico, realzando el misterio inefable que lo caracteriza en sus pasajes más inspirados. El tercer movimiento fluyó con ligereza, mientras que el final, aunque brillante, alcanzó solo a ráfagas esa vitalidad arrolladora que podría haber cerrado con impulso la sinfonía. Queda, en cualquier caso, la impresionante calidad de la orquesta romana, siempre atenta y cohesionada, y una dirección que, aunque no memorable, mantuvo firme la dignidad de la interpretación.
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