Harold C. Schonberg murió en un hospital de Manhattan el 26 junio de 2003. Él fue el primer crítico (musical) que ganó el Pulitzer en 1971. En el extenso obituario que le dedicaron en su periódico, el New York Times, explicaban cómo estableció el estándar de la evaluación crítica y de la rigurosidad periodística. Escribía sus reseñas con un estilo muy nítido, a menudo en un estilo staccato (anotación musical para señalar que determinada nota se ha de hacer más corta), que le daba a sus críticas una franqueza y una claridad inequívocas, recordaban.
Con un Pulitzer en la estantería resulta tentador otorgar el carácter de manual facultativo a las palabras de Schonberg sobre la práctica de la crítica musical. El obituario del New York Times recoge un fragmento de su entrevista de 1967 en Editor And Publisher: Escribo para mí mismo -no necesariamente para los lectores, tampoco para los músicos. Estaría muerto si tratara de satisfacer a una audiencia en particular. La crítica sólo es opinión instruida. Yo escribo una pieza que es una reacción personal basada, con suerte, en un montón de años de estudio, de bagaje y de erudición, y en la intuición que pueda tener. No es trabajo de un crítico tener o no razón; su trabajo es expresar una opinión en un inglés legible.
Medio siglo después, aún seguimos dándole vueltas al asunto. ¿Y si la crítica sólo es crítica? ¿Y si es cierto y la crítica sólo es expresar una opinión legible? Entonces, más de uno está jodido. Lejos de la falsa modestia de Schonberg, quizá lo mejor sea quedarse en el término medio de la definición: la crítica es opinión instruida, formada. Ni más ni menos. Partiendo de esta premisa, tratar de construir un imperio a partir de la opinión debería ser como intentar levantar un edificio con cimientos de plastilina. Y, sin embargo, se puede. Lo ha hecho Pitchfork: abrazado a ese concepto lleva 21 años subsistiendo y más de una década asegurando el futuro de sus ideólogos gracias a su aparentemente infalible criterio.
Echar un vistazo a lo que se decía hace 12 años es tener la certeza de que aquí nadie tiene demasiadas ganas de que las cosas cambien. Para nosotros, una crítica de Rolling Stone no significa necesariamente que vayamos a vender un solo disco, pero con Pitchfork consigues una reseña y puedes ver el impacto en las ventas, así lo explicaba en un artículo de 2005 Josh Rosenfeld, copropietario de Barsuk Records; Rosenfeld contaba, además, cómo una tienda de Texas decidió no vender el disco de Travis Morrison en 2004 porque había recibido un cero en una crítica de Pitchfork. Lo mismo, pero en positivo, reconocía un ejecutivo de Merge Records al respecto de Funeral, de Arcade Fire: Después de la reseña en Pitchfork, el disco se agotó durante una semana por todas las órdenes de compra que recibimos.
Si aceptamos que Stephen Hawking tiene razón -y es una de esas personas por las que uno podría renunciar al estúpido deseo de tener siempre la razón-, ninguno de nosotros existiría sin la imperfección, por lo que los dieces de Pitchfork resultan aún más sospechosos. Hawking dice que nada es perfecto en el universo, y te lo tienes que creer, sobre todo si te quieren decir que la perfección es un disco de Kanye West. Ni siquiera OK Computer o Kid A de Radiohead, Yankee Hotel Foxtrot de Wilco; el disco con el concierto de Bob Dylan en el Royal Albert Hall de 1966 ya se acerca más. Más de 100 discos, entre nuevos y reediciones, han encapsulado la perfección entre sus canciones. LA-PERFECCIÓN.
Aunque hoy parezca una quimera, los dieces en Pitchfork no son una excepción. Sin embargo, es un hecho que la publicación de Ryan Schreiber trata de fundamentar la incorruptibilidad de su opinión y la inviolabilidad de su criterio repartiendo banderillazos sin compasión con quienes consideran. Si la perfección no existe por arriba, podemos asumir que tampoco lo hará por abajo. Los ceros de Pitchfork también son legendarios; sobre todo por la condescendencia y el desprecio absoluto por lo que un buen gentleman entiende como básico: las formas. Popular es el caso de Jet, que recibió un cero acompañado de un vídeo de un mono que se bebe su propia orina en la reseña de Shine On.
La crítica que acompañaba al suspenso del disco homónimo de Liz Phair en 2003 era, sin embargo, más digerible que las que le han dedicado a Louis XIV (la banda, no el monarca); la media de las tres referencias de los norteamericanos reseñadas en Pitchfork es de un devastador 2.8. No hay vídeo de simios jugando con sus propios fluidos, pero sí es fácil imaginar al crítico jugueteando con su propia bilis. Una de ellas, la más representativa, es un diálogo ficticio entre el cantante del grupo, Jason Hill, y su médico, en el que este le pregunta cómo puede tener tiempo para hacer canciones si se acuesta con tantas mujeres como aparenta en sus discos: Todo lo que tenemos que hacer es tocar cosas con las que la gente esté familiarizada (…) Creemos que tal vez los chavales no sabrán nada de las bandas a las que sonamos, por lo que no se irritarán por la descarada forma en la que les copiamos (…) Ellos tienen lo que quieren -rock que suena a lo que les han dicho que tiene que sonar el mejor rock-, y yo tengo lo que quiero -sexo con bonitas vírgenes.
Hemos avanzado tanto sin mirar atrás que hemos llegado a un momento en el que ya no somos capaces de discernir entre los casos en los que Pitchfork adelanta el éxito de un disco y los que la revista simplemente considera que ha de estar ahí antes que nadie. ¿Me gusta esto porque Pitchfork dice que es bueno, o me gusta porque he desarrollado mi propio criterio y, albricias, coincide con el de Pitchfork? Hace una década la revista satírica The Onion publicó una noticia deliciosa: Pitchfork le da un 6.8 a la música. Hoy, (casi) todo sigue igual.
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