Si la antigua entrada del río Turia a Valencia, perdida ya posiblemente para siempre, recibe en el límite oeste de la ciudad el homenaje del Parque de Cabecera y cuenta en su recorrido hasta la Ciudad de las Ciencias con un parque único por el que transitar u holgar, la salida al mar es una metáfora del caos existencial en que vive esta capital.
Para confirmar que Valencia no se ha repuesto de la riada del 57, en la que cayeron 600 litros de agua por metro cuadrado y murieron 80 personas, basta con acercarse al Puente de Nazaret, junto al puerto (bus 30, desde el centro) y comprobar mirando a Levante cómo el mar saca al viejo cauce perdido una lengua apestosa que asoma por la boca a través de la cual el antiguo lecho del Turia comunica con el Mediterráneo, donde acaba la historia de amor que la ciudad mantuvo un día con su río.
Comprobamos lo inaccesible de la antigua ribera al recorrer el, llamémosle, paseo de palmeras semiabandonadas que discurre por la derecha, entre el pretil del río, rematado con una empalizada de hierro forjado junto a la boca que sumerge el cauce bajo del puerto, la pared del polideportivo de Nazaret y una valla final que oculta una zona de aparcamiento probablemente habilitada para el extinto circuito de Fórmula 1, cuyos restos absurdos se esparcen por doquier. Ahí acaba de mala manera el poblado de Nazaret y su última casa, asomada a un callejón de medio metro cuenta con una vista única desde la terraza: la elevada valla del puerto que circunda el barrio.
Volvemos sobre nuestros pasos para cruzar el puente, dar la vuelta a las primeras casas del barrio junto al cauce y buscar una entrada a la ribera que encontramos tras pasar el Carrer Major de Natzaret y girar a la derecha. Comprobamos el deplorable estado en que está la antigua estación ferroviaria de Nazaret. Un edificio catalogado y protegido pero dejado de la mano de Dios y los hombres que, de seguir así, un día se desplomará sin que nadie lo llore. No fue incluido en colindante el PAI de las Moreras, donde al menos hubiera formado parte de esa ciudad fantasma con solo seis edificios, pero urbanizada, que se trazó en tiempos de bonanza.
Esquivamos el estupendo parque desierto con vistas a la nada de Moreras para acceder a la orilla salvaje del viejo río y aventurarnos en dirección al Jamonero de Calatrava que nos guía en el horizonte como mayor altura de toda la ciudad que es. Hay que rebasar la estación de bombeo Cantarranas, que se hace cargo de las aguas residuales del barrio de Nazaret y parte del barrio del Grao.
Se supone que esto es también el Jardín del Turia, pero en este corredor abandonado e insalubre uno tiene la sensación de ir acompañando a Raúl Arévalo en La isla mínima o a Matthew McConaughey en True detective, solo que sin nada para defenderse. Hay que superar por debajo la fea e imponente pasarela de metacrilato de la F1, que sigue ahí inamovible y destartalada y, por último, el puente ferroviario, más insalubre aún en la angostura de su arco, para llegar a un promontorio que sobresale de la carretera superior, tan escarpado como poco recomendable, al que accedemos a duras penas para contemplar desde ahí las espinas o lamas postradas de Calatrava. Lo que menos apetece es volver por donde hemos venido.
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