Nick (Elijah Wood) ha ganado un concurso por Internet para conocer a su ídolo de la pantalla, la inaccesible estrella Jill Godard (Sasha Grey).
Sin embargo, ese encuentro nunca se producirá, porque Nick se verá envuelto en una enrevesada trama en el que se convertirá en un conejillo de Indias a manos de un psicópata cibernético dispuesto a todo por conseguir su único propósito: que Jill Godard sea solo suya.
Es Nacho Vigalondo un director totalmente a contracorriente dentro de las vías y las tendencias que presenta el cine español actual. Sus películas están fuera de toda norma establecida y poco a poco ha ido configurando una filmografía que por sí sola se erige como una rara avis dentro del panorama nacional e incluso internacional. Su última obra, Open Windows, es un ejercicio de estilo al límite del delirio y con ella ha conseguido dinamitar por completo las fronteras entre la realidad y el universo digital para ofrecer una propuesta tan arriesgada como visionaria y pionera dentro de un género, el tecnológico, que todavía no había alcanzado semejantes dosis de inventiva y clarividencia.
Si el found footage nos había acercado a una nueva perspectiva a través de la visión a tiempo real de una historia por medio de cámaras digitales y otros mecanismos electrónicos, Open Windows nos revela en toda su inconmensurable dimensión una nueva era en la que las redes sociales y la exposición dentro de Internet se han convertido en una realidad alternativa que cada vez se encuentra más presente en nuestras vidas, casi con el riesgo de fagocitar nuestras identidades individuales. El voyeurismo un paso más allá de Alfred Hitchcock o Brian De Palma, la infiltración en la intimidad en la era virtual.
En ese aspecto, Open Windows explota todas las posibilidades de estas nuevas formas de relacionarse con el mundo a través de una pantalla de ordenador. Y uno de sus mayores hallazgos visuales es que, precisamente, toda la acción se desarrolla dentro de esa pantalla, a través de todo un dispositivo multimedia que nos enfrenta a una realidad alternativa pero peligrosamente verosímil en la que las barreras se difuminan entre la ciencia ficción y la más inquietante cotidianeidad. La pantalla del ordenador como metáfora de un mundo caótico y desconcertante en el que todo puede ser manipulado, en el que los mecanismos de poder se subvierten y el usuario más anodino puede terminar atrapado en un intriga de espionaje en la que ya no existen límites, en la que se puede acceder a todo sin ninguna impunidad. Puro zumo de paranoia moderna.
Sin duda, una apuesta apasionante desde el punto de vista teórico que el director convierte en un desquiciado viaje por los territorios de un submundo en el que se mezcla la fama, la locura que genera la mitomanía y la dilución de la personalidad dentro del espacio pixelado de una ventana de ordenador.
¿Es verdadera la imagen que se proyecta? Nunca conoceremos en realidad a los personajes, estos siempre jugarán al equívoco y nos confundirán con sus máscaras. Como los propios avatares de los perfiles de Internet que pueden cambiarse con un solo click.
Vigalondo juega con las texturas, con los tonos narrativos, los subvierte y los desmonta, a veces se pierde en ellos, los hace explotar en mil pedazos y nos conduce a un callejón sin salida donde lo fantástico parece querer apoderarse de un relato que en realidad siempre debe ser considerado como una abstracción, como una aventura en la que se pasa de una pantalla a otra haciendo avanzar la acción hacia un territorio en el que lo único que quieren los personajes, es refugiarse de toda esa exposición pública para empezar desde cero, desde un anonimato que pasa por la reclusión en un búnker en el que no hay lugar para la conexión a esa red que se convierte, en realidad, en el antagonista de la función. El auténtico malo de la película.
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