He tenido la ocasión de charlar con Raquel Taranilla, una magnífica escritora y profesora universitaria que me interesa no solo por ser la ganadora del Premio Biblioteca Breve sino también porque mantiene esa posición amor-odio con la academia que siempre me ha parecido la única inteligente y porque ha investigado con lucidez un tema que encuentro personalmente fascinante: el análisis (crítico) del tipo de lenguaje que pudo terminar con el autor de El proceso: la comunicación judicial.
Noche y océano contiene algunas merecidas invectivas contra la academia, la universidad española parece casi patológicamente burocratizada y la producción investigadora abocada al hacinamiento digital, además de ese aparato de notas a pie tan paródico como divertido y las distintas puyas (algunas muy sutiles) a la archiespecialización o a las estrecheces meritocráticas de las agencias de evaluación ¿de qué otras valientes formas te has servido en esta novela para ajustar cuentas con la querida mano que nos da de comer?
En realidad, nunca me planteé la novela como un ajuste de cuentas con la universidad, sino como una broma hacia mí misma por haber tenido una mirada romántica de la institución. La universidad, en muchos sentidos, está en ruinas, pero francamente veo poco interés real en que eso cambie. En mi faceta como novelista, me interesa poner el foco en los monstruos que crea el mundo y atender a su humanidad. Vengarme de aquello que me ha lastimado me interesa muy poco. En ese sentido, la protagonista de mi novela es el producto humano herido de eso que se ha dado en llamar “la sociedad de la información y el conocimiento”.
¿Qué correlaciones —o como se dice ahora qué sinergias– estableces entre el análisis de los estilos forense, policial o judicial y el lenguaje literario?
La práctica clínica, la judicial y la literaria se vehiculan a través de modos discursivos propios, que comparten parcialmente su legalidad. Las tres disciplinas usan algunos recursos lingüísticos coincidentes para construir la realidad sobre la que operan, para relatar el mundo. De hecho, es más lo que las equipara que aquello que las separa. A esa uniformidad le he dedicado mi investigación entera, y de eso tratan, desde marcos distintos, los tres libros que he escrito. La fascinación juvenil que me llevó a combinar el estudio del derecho y de la filología fue darme cuenta de que la policía, los médicos, los abogados, etc., son, antes que otra cosa, narradores de historias. Y que los textos son aparatos sin los que es imposible mirar la realidad.
En mi faceta como novelista, me interesa poner el foco en los monstruos que crea el mundo y atender a su humanidad.
Antes aludimos de forma elíptica a Kafka, el enamoramiento de Beatriz Silva, la protagonista, con el intrépido e improbable cineasta Quirós toma el formato de una investigación que nos recuerda la exploración como formato del deseo amoroso, concretamente aquel fragmento de El castillo (sobre el que Kundera levantó sus objeciones a la traición sentimental de los traductores) cuando Frieda y K. se acuestan y leemos que K. en esas horas de alientos comunes, de latidos comunes tenía la sensación de extravío de alejarse en un mundo ajeno en medio de insensatas seducciones. ¿Es el enamoramiento de Beatriz ese tipo de extravío ante el que solo es posible seguir yendo, seguir extraviándose?
Esa incertidumbre respecto al amor de Bea hacia el visitante fantasmal que llega a su casa es un problema que nos brinda la primera persona desde la que está confeccionada la novela. Carecemos de todo, salvo de la voz de Bea, que, como ella misma reconoce, es inútil para el discurso amoroso, porque está entrenada en otros modos textuales. No vemos más que en sombras ese amor, y no tenemos palabras para él. Ella es una tarada sentimental, y todo lo que podemos decir es esto: que vampiriza a su amado, y lo usa como un conducto por el que puede conocer el mundo, mediatizado. Bea ni puede amar inmediatamente ni puede disfrutar del jardín que tiene ante su casa.
En algunos momentos la posición ante la cultura puede parecer ambigua, pues se critica tanto la erudición académica como la trivialización. Nos vienen a la cabeza algunos memorables personajes femeninos de Woody Allen que oscilaban de forma muy provocativa entre la vitalidad y el desencanto del saber, entre la frivolidad y la intelectualidad más inteligente, ¿las has tenido en algún momento en mente a la hora de dar forma a los personajes femeninos, empezando por la protagonista?
No se me había ocurrido, y lo cierto es que más bien veo un patrón invertido: Bea es la neurótica que crea efectivamente la historia. Es tan desquiciada como lúcida, y Quirós es el objeto de fascinación que se convierte en motor de un relato que, de hecho, él no sabe cómo contar. Quiero decir que ella da la forma, configura el texto (aunque sea precariamente). En ese sentido, tiene el dominio propio de los personajes masculinos de Allen, que es el dominio por la voz. Tal vez por ello Quirós sea un personaje desdibujado, que no nos acaba de encajar en un estereotipo asentado y compartido. Y tal vez ocurre también que no estamos muy acostumbrados a voces femeninas como la de Bea.
Has utilizado el tipo de digresión que concibiera Lawrence Sterne no solo para detener o ralentizar toda la acción relativa a la desaparición del cráneo de F. W. Murnau, sino para que el lector asuma la superfluidad de la aparente trama principal en favor de una serie de reflexiones epistemológicas y sentimentales, ¿en relación con esa trama opacada es Noche y océano básicamente una historia de amor (y por la tanto una historia de fantasmas)?
Eso es: es la historia de amor a un espectro que tal como viene se va, pero que precipita el movimiento interno, el pensamiento. Mi novela es un relato gótico clásico; el enigma, por descontado, está en la mente de la protagonista. El género de la novela gótica surge del conflicto interior, que resulta del choque de un individuo con la lógica compartida de su tiempo. Es un cuestionamiento doméstico que puede emitir pocas certezas: su potencia radica en la impugnación desde lo íntimo.
¿Es la fresquera donde se refugia la protagonista algo más que una metáfora de la literatura?
Para mí significa, precisamente, el reducto de intimidad, el espacio en el que el asedio informativo es inhábil. Es algo que me es difícil de compartir, de explicar de otra manera. La literatura, frente a otro tipo de discursos, me permite ser así de enigmática y vaga. Me evita tener que recurrir a una cita académica y a un concepto consagrado por mi área de conocimiento.
La prosa tampoco escapa de la paradoja, cuando más se alambica más siente la narradora de baja el tono. El encadenamiento rítmico, pero a veces extenuante, de frases subordinadas, cierta jovialidad en la adjetivación, la atención preferente por las subtramas más ligeras ¿pueden leerse como ejercicios de «antiliteratura» (en el sentido vanguardista) o como expresiones formales de una ironía dirigida a la pompa y la ortodoxia narrativa más acartonada?
De un lado, la forma de mi la novela tiene la voluntad de reflejar la experiencia de lectura en hipertexto que irrumpe con internet y que se ha generalizado. Es un proceso de lectura que se va construyendo sin planificación y que es irreproducible, veloz y multitemático, pero poco profundo. De otro lado, mi escritura se sitúa en la estela de autores que me interesan y en los que me he formado, que de alguna manera se distancian del enfoque más social y activista de la escritura, y la sofistican. Es difícil entender mi trabajo al margen de autores como Enrique Vila-Matas o Agustín Fernández Mallo, por citar solo a mis dos grandes referentes españoles. Y, con todo, hay un momento en que yo tengo que asumir que he llegado a un espacio desolado: temática y formalmente arruinado para mí y, por extensión, para mi generación. De ese momento de autoconciencia surge Noche y océano.
Mi novela es un relato gótico clásico; el enigma, por descontado, está en la mente de la protagonista.
La novela acaba muy alto, las últimas páginas son verdaderamente emocionantes e invitan a regresar al principio como si la narradora —en la gran tradición de las voces poco fiables de Henry James— nos hubiera dado gato por liebre, ¿es posible que el cráneo de F. W. Murnau lo sustrajera una mujer?
Es una pregunta bonita, pero no tengo respuesta. El título de la novela proviene de una frase de Juan Benet, de Volverás a región, en la que se dice que la esperanza del náufrago está en el punto en el que la noche se une al océano. Mi novela es la constitución de una voz hastiada y derruida, atravesada de saber aparentemente inútil. No solo es una narradora no fiable, sino que además es desmesurada e irracional. Pese a todo, encuentra cierta pacificación final, que es precaria y luminosa. En general, me interesa mucho el tema de la piedad, y Bea eventualmente nos pone delante de nuestras flaquezas y nos permite ser clementes.
Hermosas: Tabú (Murnau, 1931).
Malditas: pieles de animales en la cabeza de gente sin cabeza y fake news.
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