Con la llegada del último largometraje de Park Chan-wook, la Mostra de Venecia reafirma el excelente nivel de las primeras películas presentadas hasta ahora en el certamen. No Other Choice se impone desde su arranque como una obra que respira la memoria de Oldboy pero atravesada por la depuración formal y la madurez expresiva de sus últimos trabajos. Es como si el recorrido entero del cineasta hubiese conducido inevitablemente hasta esta historia, donde los temas de la violencia, la culpa y la redención no reaparecen como meras reiteraciones, sino bajo la forma de una herida nueva, dirigida contra un mundo que se libera con cinismo de los cuerpos y las vidas de los trabajadores, tratados como engranajes reemplazables en una maquinaria sin rostro.
El relato –inspirado en la novela The Ax de Donald E.Westlake– sigue a Hwang Jung-min (Lee Byung-hun, visto en la serie Squid Game), obrero de una fábrica de papel, cuya existencia marcada por la disciplina y el sacrificio se desploma de golpe con un despido en plena huelga. Esa fractura no es un incidente periférico: es el centro de gravedad de una caída que arrastra a su esposa y a sus dos hijos, convirtiendo la violencia en un lenguaje desesperado, la única vía para rebelarse contra un sistema que ya no concede espacio a la dignidad individual.
El largometraje se abre con una larga secuencia acompañada por el segundo movimiento del Concierto para piano n.º 23 K 488 de Mozart , cuya belleza idílica –pero cargada de melancolía– suena casi como una ironía cruel. Ese exceso de armonía inicial se quiebra poco a poco, hasta que la misma música reaparece en la sección final del largometraje, teñida por la complicidad oscura del protagonista con su mujer Miri, una eficaz y delicada Son Yejin. Es un gesto maestro: Park Chan-wook convierte una pieza de perfección clásica en el espejo roto de una relación marcada por la desesperación, el deseo y la violencia.
Dentro del universo desgarrador del protagonista, la figura de la hija de violonchelista –una niña de pocos años– introduce un contrapunto conmovedor. Las dificultades en realizar sus aspiraciones musicales y su silencio simbolizan de manera dolorosa cómo el mundo adulto contamina y hiere incluso aquello que parecía puro. A través de ella, Park Chan-wook despliega un retrato familiar que oscila entre el afecto genuino y las dificultades para salvarse mutuamente.
No menos trascendental es la relación de los cónyuges, eje secreto de la narración, que se convierte poco a poco en uno de los hallazgos más intensos de la película. Su evolución no se reduce a un esquema de dominación o ruptura, sino que se transforma paulatinamente en una complicidad casi mórbida, hecha de silencios, miradas y gestos que el director filma con su habitual precisión coreográfica dentro de un marco visual, como siempre, muy sugestivo.

Son Yejin en No Other Choice, de Park Chan-wook.
La obra destila de hecho, una vez más, la perfección formal del realizador surcoreano: composiciones simétricas, colores saturados, juegos de cámara que alternan lirismo pausado y estallidos de violencia seca. Pero bajo esa arquitectura impecable late un nervio emocional que se intensifica en cada giro. Personajes psicóticos, heridos, pero también inesperadamente tiernos, capaces de atrapar el espectador con sus vulnerabilidades. De este modo, No Other Choice no se queda en ningún momento en una simple moraleja: más bien nos deja en un territorio de incertidumbre, donde lo grotesco y lo conmovedor conviven, y donde la fragilidad de la vida se revela en toda su crudeza.
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