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No imites, innova. ¿O era al revés?

En Música 19 febrero, 2020

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Dice el crítico alemán Wofgang Sandner, en su estupendo libro biográfico sobre el hombre de la foto que encabeza este texto, el jazzman Keith Jarrett (Keith Jarrett. Una biografía, recién editado en castellano por Libros del Kultrum), que la clave de su éxito siempre residió en saber plasmar en su música un concepto: la innovación dentro de la familiaridad.

La expresión no es suya, la tomó prestada de otro crítico, pero le sirvió para definir con bastante exactitud los parámetros según los cuáles estimamos que una obra musical, ya sea una canción, un álbum completo, incluso un concierto, es valioso: que suene reconocible a nuestros oídos, pero que al mismo tiempo introduzca alguna ruptura, por pequeña que sea. Algún punto de fuga mediante el cual los oyentes tengamos la sensación de que se parte de un lugar conocido, pero se evoluciona en un sentido aún no del todo explorado.

También hay a quien le gusta que sus músicos predilectos hagan siempre el mismo disco, una y otra vez. Pero ese canon no suele cotizar ni en los mercados de tendencias ni en las valoraciones críticas, aunque pueda ser muy rentable para quienes lo practican. Se dice eso de muchas bandas de heavy metal y de rock urbano, aunque quizá sea una visión algo estereotipada.

El jazz, retomando la consideración inicial de Sandner, no es rock. Surge mucho antes, de hecho. Pero participa con este de esa disyuntiva común. La historia de la música pop y rock siempre se ha movido entre esas dos fuerzas, las centrífugas que empujaban a sus músicos a aferrarse fielmente a la raíz de los géneros que mamaron en su etapa formativa, y las centrípetas, que les mueven a querer reformar, pulir, innovar, reformular o directamente destrozar, llegado el caso, todo el legado anterior. A veces rompiendo con todo y empezando de nuevo, que dirían Edwyn Collins y Simon Reynolds.

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Rip It Up and Start Again

Quizá sea una forma un poco reduccionista de entender la creación, porque setenta años de evolución en múltiples direcciones seguramente no merezcan ser despachados con un esquema binario, como si todo en esta vida lo pudiéramos resolver con el maniqueísmo negativo/positivo, derecha/izquierda, progreso/conservadurismo, apocalípticos/integrados —bien, esta última dicotomía mola más si queremos ponernos un poco más esplendidos— que tantas veces aplicamos a otros aspectos de nuestra vida y tanto reforzamos en el alboroto de las redes sociales. Pero trazar líneas divisorias para entender la realidad y acomodarla a nuestro compartimentado intelecto también nos resulta de mucha de ayuda de vez en cuando. Y nos reconforta. Nos ofrece una certeza.

Contemplar la realidad desde ese prisma es una forma perfectamente válida para entender por qué los Ramones o The Clash gustaban más que Television, Gang of Four, Wire o los Swell Maps, pongamos por caso. La reforma suele tener más adeptos que la ruptura. El equilibro entre innovación y familiaridad estaba más logrado con los primeros que con los segundos, más proclives a privilegiar el primero de los factores. Como ocurre en política, resulta muy complicado asaltar los cielos si no es desde la centralidad, aquí y en la China Popular.

En la combinación de ambos factores se explica, en esencia, la propia dinámica de acción y reacción que ha movido la historia del género desde su nacimiento. Desde el movimiento de cadera de Elvis hasta los achispados ojitos de cordero degollado de Hatsune Miku, la primera holografía que llena estadios sin haber existido en carne y hueso. Las vanguardias son necesarias, claro que sí, también los desafíos a la ortodoxia. Pero qué aburrida resultaría la vida sin esos entrañables carcas que quieren que todo permanezca exactamente igual que en sus años mozos.

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Hatsune Miku, la estrella pop virtual que congregó a 3.000 personas hace unas semanas en el Sant Jordi Club.

Es muy posible que, sin su obstinación, muchos de los músicos que han hecho avanzar las agujas del reloj evolutivo de la música pop, muchas veces de forma fulgurante, no hubieran sentido el mismo estímulo, la misma motivación, el mismo escozor en las entrañas para agudizar su ingenio y dar con esa fórmula tan innovadora, capaz por sí sola de levantar ampollas. Conviene dejar que los inmovilistas se sigan quejando por tierra, mar y aire: su enroque es un impulso a la creatividad más osada. Su mera existencia garantiza la pervivencia del ecosistema creativo.

Decía el sociólogo Keir Keightley, en un estupendo texto llamado Reconsiderar el rock (búsquenlo en el ensayo colectivo La otra historia del rock, editado por Ma Non Troppo en 2006), que los músicos de pop y rock pueden dividirse en dos categorías, según lo que entendamos por autenticidad, ese concepto tan obsoleto a estas alturas del siglo XXI: los solistas y grupos que valoran la autenticidad romántica, aquella que suele encontrarse en la tradición, en el pasado, en la vivacidad del directo y los sonidos esencialistas (aquí metía al rock and roll, el blues, el folk o el country) y los que valoran la autenticidad moderna, localizable en el aprecio por las vanguardias, la experimentación, la ironía o la celebración de la tecnología (ubicada en el pop, el hip hop, el synth pop o la electrónica).

Encontrar una forma pura de ambas ideas en cualquier músico es cada vez más complicado. Tan estéril como tratar de deslindar el pop del rock. Y es de celebrar que así sea, porque de la convivencia y, sobre todo, del choque entre ambos conceptos, nacen las músicas más excitantes. Y así seguirá siendo mientras ambas nociones pervivan. Que duren.

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