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No disparen al pianista, que ya está muerto

En Música 30 noviembre, 2016

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Phil Collins, Sting y -en menor medida- Elton John se ganaron a pulso durante años ser objeto de guasa. Tanto, que el mundo se olvidó de que una vez facturaron discos valiosos.

En un mundo tan interconectado como el que nos rodea, el poder viral de las chanzas -expresadas en forma de meme o de chascarrillo textual- es incontrolable. Cualquiera de ustedes habrá recibido alguna vez a través del whatsapp la siguiente advertencia, ya todo un clásico: Si recibes un e-mail con un link para descargar la discografía completa de Ramoncín, no lo abras. Es un link para descargar la discografía completa de Ramoncín.

Poco importa que haya músicos mucho más detestables que él en este país -con discografías dignas de acabar enteramente en el vertedero- , porque lo que prima es la tirria que el personaje irradia. Ramoncín como saco a donde van a parar todos los golpes. Por su proyección pública, por sus formas, por su implicación en el caso SGAE (aunque luego fuera absuelto, qué mas da).

De un tiempo a esta parte, y en sintonía con él, hay músicos que encarnan el mal supremo. El punching ball de todas las risas. La salsa que anima todas las guasas, y con las que tanto nos reímos todos. Ya sea por haberse convertido en caricaturas de lo que una vez fueron, por haber perdido el tren de los tiempos -y haber tratado de subirse a él con maniobras que invitaban a la compasión cristiana- o, simplemente, porque no podemos vivir sin chivos expiatorios sobre quienes cargar toda la mala leche que, con razón, acumulamos. Y qué mejor que hacerlo con tipos que, además de resultarnos aborrecibles, tienen el riñón forrado -para nuestra envidia- de millones de euros o dólares. No digamos ya si compatibilizan esa condición con una bien publicitada filantropía, siempre dispuestos a lucir palmito por una buena causa.

El caso de Phil Collins es el más llamativo. Es nuestro Ramoncín foráneo. Hasta él parece ser consciente: hace unos días afirmaba, en una entrevista para El País a propósito de su inminente autobiografía, estar cansado de ser Phil Collins. Y asumir que el éxito y el reconocimiento son cosas diferentes. No es de extrañar, porque cuesta recordar que el sempiterno buenrollista que se mostraba como tópico buen samaritano (“Another Day In Paradise”, 1989), el mismo que expoliaba desruborizado el legado de la Motown sin añadir punto ni coma (ya lo hacía en los 80, pero tuvo los redaños de reincidir con un álbum entero de covers en 2010) y que ha estado años despachando melindrosas e insufribles canciones para películas de la Disney (de las que reventarían el medidor de glucosa más sofisticado) sea el corresponsable de discos tan estimables -aunque el tiempo no haya jugado precisamente a su favor- como Duke (1980) o Abacab (1981), a nombre de los Genesis post Peter Gabriel, e incluso el único responsable de unos primeros álbumes en solitario -a principios de los 80- más que dignos.

La expresión oír campanas y no saber por dónde tañen se debió inventar también para tipos como Sting. Y seguramente a nadie le duela ya. Su carrera es un completo desvarío desde principios de los 90. Con incursiones inanes en el mundo de la música clásica, erupciones de misticismo new age e incluso una irrisoria y extemporánea inmersión en la música electrónica. Demasiado para el cuerpo. Y por si fuera poco, hace un par de semanas emergía como adalid de la fibra sensible protagonizando el concierto en el que la sala Bataclan de París honraba la memoria de las víctimas de la masacre que la asoló hace un año.

Demasiados inputs para no resultar odioso a los ojos de mucha gente. Ante tal panorama, no extraña que su reciente 57th & 9th, sin suponer gran cosa, sea el primer álbum en mucho tiempo que no invita al sonrojo, un discreto retorno al rock de guitarras que por lo menos no chirría. Porque lo que nadie podrá negarle a la lejana discografía que pulió en The Police -e incluso a gran parte de los tres primeros álbumes que editó solo su nombre- es su indiscutibe y bien ganada condición de clásica. Y bastante inmune al embate del tiempo, por cierto.

La carrera de Elton John no ha sustentando tantos bandazos, y se ha beneficiado de un propósito -en gran medida, logrado- de enmienda, con lo que quizá su inclusión en este texto sea algo caprichoso, lo reconocemos. Discos recientes como The Captain & The Kid (2006), The Union (2010, con Leon Russell) o el menor Wonderful Crazy Night (2016) atestiguan que su carrera se ha enderezado, y que la sangría de descrédito que sufrió durante los años 80 y 90 se detuvo.

Y menos mal, porque entre quien fue plañidera oficial por la muerte de la princesa del pueblo (Lady Di), autor -para más señas- de cursilerías como Sleeping With The Past (de 1989, con la inefable “Sacrifice”) o relamidas naderías como Duets (1993) o Made In England (1995) y el autor de obras tan desbordantes de creatividad como casi todo lo que se facturó a su nombre en la primera mitad de los 70 (Honkey Chateau, Don’t Shoot Me I’m Only The Piano Player, Goodbye Yellow Brick Road o Captain Fantastic & The Brown Dirty Cowboy, principalmente), media un profundo abismo, aunque la rúbrica sea la misma.

Nadie podía aventurar entonces que el británico se convertiría con los años en rehén de su rampante extravagancia estética, ligando continente y contenido en una grotesca identificación que rozaba la caricatura. Pero se redimió a tiempo para evitar verse convertido en objeto del ácido e inmisericorde pitorreo postmoderno. Aunque siempre habrá quien le niegue el pan y sal, claro.

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