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Mil maneras de honrar el recuerdo de Bowie

En Música jueves, 28 de julio de 2016

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

El filósofo y periodista británico Simon Critchley aborda la figura del mítico artista David Bowie desde una perspectiva tan original como jugosa. Vendrán más.

El tiempo pasa como una apisonadora. Parece que hayan transcurrido eones desde que las redes sociales alcanzasen un punto máximo de ebullición con la inesperada muerte de David Bowie, el pasado 10 de enero. Vivimos en un sobresalto perpetuo, así que no es de extrañar que tras tantos decesos de celebridades de magnitud variable, tantos brotes de sinrazón terrorista -a cada cual más inverosímil- y tanta absurda ceremonia del juego del gato y el ratón en clave política hispano-carpetovetónica, al final parezca que casi todos nos hayamos olvidado de la mayor pérdida que el ámbito de la cultura popular ha sufrido en lo que va de año. Con permiso de Prince, claro está, cuya muerte también opacó todo lo acontecido semanas antes.

No será, ni mucho menos, el último libro que se le dedica a David Bowie, pero el de Simon Critchley (Hertfordshire, Reino Unido, 1960) sí será uno de los acercamientos recientes de mayor fuste a la figura de un artista irrepetible, cuya trayectoria ha sido glosada decenas de veces hasta el momento. El libro se llama, lisa y llanamente, Bowie, y ha sido editado en España por la editorial Sexto Piso, con un espléndido trabajo de traducción a cargo de Inga Pellisa.

Hizo de la vida algo menos trivial durante un periodo de tiempo tremendamente largo, nos dice el autor para introducirnos en la vida y obra del gran camaleón desde un prisma singular, basado en la propia experiencia personal como fan irredento y en la visión del filósofo que desentraña algunas de las claves más recónditas de su obra. Al fin y al cabo, esta es una de las aproximaciones más provechosas que se nos pueden brindar hoy en día, teniendo en cuenta que poco sentido tiene ya destripar a estas alturas de cabo a rabo la discografía de Bowie desde un punto de vista cronológico y convencional.

Como suele ocurrir en estos casos, hay un punto de catarsis personal, de detonante íntimo que actúa como palanca para que el autor prácticamente vomite todo lo que tiene dentro (los textos vomitados suelen ser los mejores), tras semanas en las que prima el bloqueo emocional. En el caso de este profesor de filosofía en diversas universidades del mundo y colaborador de The Guardian y The New York Times, fue la muerte de su propia madre, acaecida apenas un mes antes de la del propio músico. La misma madre con la que se quedó atónito ante la televisión, un día de abril 1972, viendo a Bowie convertido en Ziggy Stardust. La misma que le compró una copia de “Starman”, siendo aún un adolescente.

La repentina muerte del artista británico en un magistral doble tirabuzón del destino, haciendo de su deceso su última obra de arte (casi coincidiendo con la publicación de su último álbum), cogió al autor por las solapas y le sacudió hasta lograr verbalizar los estragos del duelo, tras semanas paralizado por el fallecimiento de su propia madre. La muerte de Bowie desbloqueó la incapacidad para hablar sobre mi madre. Como era sobre él, en cierto modo era sobre ella. Quiero darle las gracias a David una vez más por este regalo de despedida, afirma.

Critchley juega con la capacidad de Bowie para convertirse en un demiurgo de mundos paralelos, tan necesarios para quienes crecieron en el abrupto descreimiento de los años 70, la década que remachó los últimos clavos en el ataúd de las grandes utopías. Desmiente que esos mundos, aparentemente preñados de fantasía, sean necesariamente menos auténticos que la gris realidad que nos circunda. Evoca sus distopías, su noción del absurdo, su insistencia en el concepto de la nada (tan repetido en sus canciones) y en su idea de la realidad. En el papel del anhelo como gran motor de toda su obra, o la poco convencional pulsión amorosa que se aloja en muchos de sus textos, tan plenos de desazón, tan aparentemente tristes pero rebosantes de deseo. O en su recurrente concepto de la religiosidad, tan profundamente enraizado en sus letras como refractario a los convencionalismos de la jerarquía católica.

Y lo hace trazando insospechadas conexiones entre canciones muy distantes en el tiempo, un poco al estilo de Greil Marcus. Desde sus inicios como cantautor folk al uso en la segunda mitad de los 60 hasta su último suspiro creativo, ese Blackstar (2016) que dejó al mundo helado a principios de año. Pasando por otras obras de su última etapa, consideradas menores, porque cualquier insospechado recoveco de su vasta carrera podía aportar claves para entender ese gran enigma que fue todo él. El libro, lejos de atragantarse por su cúmulo de herramientas culturales y filosóficas, se lee en poco más de 100 páginas que pasan como un soplo. Y añade un nuevo marco de referentes. para tratar de entender a un artista que siempre se las ingenió para aparentar que transitaba unos cuantos palmos por encima del resto de mortales.

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