La vida moderna nos conduce a una carrera frenética por asimilar cientos de estímulos que apenas tenemos tiempo de digerir, también culturales. La dictadura de lo fugaz, del impacto instantáneo sin macerar, es su consecuencia.
No sé si a alguno de ustedes le habrá pasado. Porque a un servidor, sí. Eso de plantarse ante un escenario, en medio de un festival de música pop cualquiera, y rebuscar compulsivamente en el bolsillo para echar un vistazo al programa de mano de los dos o tres días de conciertos (o a la app que permite descargarlo en el móvil) tratando de visualizar mentalmente cuál será nuestra siguiente parada dentro el recinto. Andar preocupándose, en síntesis, de cuál será el próximo escenario que visitemos, cuando apenas hemos tenido tiempo siquiera de disfrutar de un par de canciones de la banda que tenemos justo delante de nuestras narices.
Ya hay incluso una palpable tendencia a huir del FOMO (Fear of missing out: miedo a perderse algo) que nos invade y que hace de nuestro día a día un permanente horror vacui: seguro que han escuchado a alguien renegar de citas tan pantagruélicas como el Primavera Sound (en el que pueden llegar a coincidir cuatro o cinco propuestas de considerable entidad a la misma hora en cuatro o cinco escenarios distintos), cuya programación genera un sinvivir en el ánimo del melómano de pro, obligado a pronunciarse ante un abanico de disyuntivas tan dolorosas (¿a quién sacrificar?) que termina resultando tan dramático como aquello de tener que decidir a qué hijo se quiere más. O si uno es más de su padre o de su madre. Para eso, mejor irse a su versión redux de Oporto. Y además sale más barato ¿no?
Hay veces en las que la música pop, con su ejemplar economía del lenguaje, encuentra aforismos que definen mejor que ninguna otra cosa el estado de ánimo colectivo de un momento. Muchas veces nos viene a la cabeza aquel glorioso título de un álbum de los zaragozanos Tachenko, Esta vida pide otra (Limbo Starr, 2008).
Sí, desde luego que pide otra. Porque con la que tenemos, no es suficiente. Apenas colocamos un CD en el reproductor, ya estamos pensando en cuál va a ser la siguiente rodaja discográfica que nos vamos a meter entre pecho y espalda. Tenemos a nuestro alcance dispositivos que nos permiten almacenar infinidad de álbumes en una pequeña lámina metálica, de unos centímetros de ancho. Pero por muchos gigas de los que dispongamos, al final acabamos echando de menos ese álbum que no nos dio tiempo a importar al Ipod, cuando en los tiempos de los estuches de cedés muchas veces nos bastaba con una docena para afrontar un viaje de varios días, sin mayores desvelos.
Me he bajado la discografía de David Bowie en menos de un minuto, me confesaba hace pocas semanas alguien cercano. ¿Ayudará esa velocidad de descarga a asimilar una obra de más de una veintena larga de álbumes (sin contar directos ni recopilatorios), que demanda tantas horas de dedicación que prácticamente no hay ser humano que se la pueda endilgar de una tacada y sin un mínimo marco de referencias (año, créditos, estilo, recepción crítica, significación histórica: en fin, esas cosas que a la mayoría le importan una higa). Ante el déficit de atención reinante, las bandas noveles ya van despachando su incipiente discografía en forma de EPs o de singles mensuales, al más puro estilo The Wedding Present en 1992.
Nuestro discurrir por esa galaxia cibernética en la que ahora se mueve todo, y en la que quien no está prácticamente no existe, tampoco responde precisamente a un comportamiento reflexivo. Confiésenlo (venga, que todos lo hemos hecho): ¿cuántas veces activamos el pulgar elevado de facebook en signo de aprobación mucho antes de haber leído el contenido del artículo que nuestro contacto ha compartido? Incluso aunque el gesto obedezca a un brote de simpatía personal o al voto de confianza que nos inspira su firma.
Nuestro paseo por la redes sociales se traduce muchas veces en una decena de ventanas que minimizamos en la parte inferior de nuestra pantalla, en la esperanza de poder robarle diez o quince minutos a nuestra jornada diaria para reinvertirlos en esas lecturas postergadas, cuya extensión rara vez supera el folio. Y muchas veces es al dichoso clickbait al que hay que atribuir el brote de interés, aunque el contenido apenas se sostenga en un par de analogías cogidas con pinzas o en la más ruborizante indigencia intelectual ¿Y cuántas veces opinamos sobre su contenido, sin el menor sonrojo, mucho antes de haberle dedicado siquiera cinco minutos a leerlo entero?
La vida moderna es nuestra condena: las prisas, las penas, y los pisos de treinta, decían también los valencianos La Habitación Roja, hace ya unos cuantos años, en uno de sus singles más correosos. Y así nos suele lucir el pelo, sin concedernos tiempo para recobrar el resuello.
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