Nunca me gustó El último tango en París. En realidad, nunca me gustó el cine de Bertolucci. Solo recuerdo con cariño dos de sus películas más tempranas y desconcertantes: El conformista y La estrategia de la araña, ambas de 1970.
Las guardé en una cinta beta. Tenía 15 años y desde entonces he reproducido mentalmente, alguna que otra vez, esas historias con ecos de Borges, textos de Moravia y fotografía de Vittorio Storaro, en un aparato electroquímico injusto y caprichoso que tengo dentro de mí, un registro del imaginario sentimental, un registro cerebral de mi resistencia íntima, por decirlo con el título del inteligente libro de Josep María Esquirol.
Nunca me ha gustado Bertolucci ni, dicho sea de paso, la mitad del cine italiano, también detesto el cine de qualité y, particularmente, los filmes de señor culti-mayor (poeta, pintor, profesor, etc.) con jovencita. Al final, a los dos (a la joven y al autor) se les ve el culo y el plumero.
Pero puestos a hablar de realidad, aunque uno admita que el mundo (también el cine) es irrespirablemente machista, me parece de todo punto evidente que en El último tango en París no se viola a nadie, y a mi salud mental le afectan muchas cosas que, sin pedirlo exactamente, me han dicho o he escuchado por ahí.
No me interesa, oportunamente, entrar en un nuevo berenjenal mainstream salpicado de amarillismo, hipocresía, mala baba, retorcimiento de psique, gossip, tufillos de moral monoteísta, sensacionalismo extemporáneo y dosis graves de ignorancia. Cada vez estoy más convencido de que la mayor parte de las cosas, al menos, las importantes, no se pueden enseñar, y simplemente me atrevo a recordar que ni John Huston se acostó con su hija (Faye Dunaway), ni Polanski le cortó la nariz a Nicholson en Chinatown, ni Drácula muerde de verdad, ni John Wayne mató jamás a ningún indio, de hecho, ni siquiera mató a Liberty Valance.
No necesito saber que la violación (sic) no se llevó a cabo, como he leído de algún periodista sin escrúpulos, porque sé que en el cine nunca se viola de verdad, y que un periodista escriba algo así, o que un diario cargue semánticamente su artículo (Bertolucci y Brando acordaron en secreto…) me parece directamente una basura.
Vittorio Storaro, el director de fotografía de algunas de mis pelis preferidas, Rojos, Corazonada o Apocaylpse Now, se entristeció también con todo esto: He leído que se ejerció cierto tipo de violencia sobre ella, pero eso no es verdad. No es verdad en absoluto. Es terrible. Yo estaba allí. Estábamos haciendo una película.
De todas lo dicho estos días, la peor ha sido lo que llamo en mi cabeza «la decepción-Chastain». En general, recelo de la gente que eleva la voz aprovechando el viento de la moral dominante. No me es posible dejar de percibir en el más gritón de los indignados, la más baja de las vanidades: A la gente que ama este filme, que sepa que está viendo cómo un hombre de 48 años viola a una chica de 19 años, dijo Chastain.
Jessica, eso no es verdad: Ceci n’est pas une pipe.
Las escenas de sexo son siempre difíciles de rodar y se ha escrito muchísimo sobre cosas fuera del guión, actores que metían la lengua entre los labios, situaciones incómodas, actrices que perseguían luego a sus parejas de ficción, anécdotas que hacen reír y otras que pueden sabernos mal, como que se engañara o se ocultara algún detalle de una escena a una actriz en particular, pero la verdad es que ese tipo de cosas no tienen tanta importancia porque, evidentemente, tanto el actor como la actriz son profesionales que solo interpretan escenas de ficción.
Creo que Chastain (a la que queríamos tanto por la maravillosa El árbol de la vida) debería preocuparse más de aquella bazofia moral llamada La noche más oscura, pues no he visto una representación más infame y tendenciosa de la tortura (el crimen más grave que puede cometer un ser humano) que en ese filme de reaccionarias-cool capaces de influir en la opinión pública y, por ende, en gobiernos sin escrúpulos.
La violación es un hecho terrible, tan terrible que ha terminado por afectar no solo al propio cine, sino, siguiendo la lúcida observación de Oscar Wilde, también a esa vida empeñada en imitar las malas artes (los violadores de San Fermín). Hace años escribí sobre el abuso de la representación de la violación en el cine: doble vejación, mímesis de mímesis, imitación de segundo grado por decirlo con Platón. Esto es, comparto en este punto (casi todas) las consideraciones que hacía Bonorino Ramírez en La violación en el cine (Tirant lo Blanch, 2011): la repercusión política y social de la representación de la violación, el imaginario que la rodea, la forma en que esos mecanismos narrativos fuerzan la reacción o la adopción acrítica por el espectador. Las narraciones cinematográficas constituyen canales privilegiados para reforzar o cuestionar las creencias o mitos que forman la cultura de la violación, escribía Bonorino. ¿Hasta qué punto las películas que hacen de la violación un espectáculo, no contribuyen a naturalizar la violencia sexual contra las mujeres? Pregunta interesante.
Ha habido violaciones en el cine como expresiones de una ambigüedad desconcertante, muy rebuscada. Es la enfermiza escena de Perros de paja, o peor aún, de Rashomon. Sinceramente, creo que ambas resultan, en muchos puntos, expresión de una mentalidad masculina muy particular, llena, como no podría ser de otra manera, de poder, pero también de miedos oscuros. El poder está en todas partes, observó Foucault. El sexo también, añadiría Freud. ¡Y el machismo! añadiríamos muchos, pues como sabe cualquier mujer, y cualquier hombre mínimamente sensato, en el mundo real la violación nunca tiene que ver con el sexo. La violación es un crimen.
Me resulta evidente que toda la cuestión de la mantequilla se ha salido de madre (o de padre). Tampoco en A Serbian Film (Spasojević, 2010) se violaba a un bebé, por mucho, que la dureza de la historia (llena, por cierto, de un humor negrísimo) pudiera herir la sensibilidad del espectador, como se decía antes en los cines a los que me asomé de pequeñito.
La cuestión de la mímesis del sexo, el crimen y la vida me afecta personalmente y he reflexionado larga e inútilmente sobre ello. Una casa holandesa, aquel libro de aforismos que publiqué con Canibaal, comenzaba así: Desde mi más tierna infancia, desde mi primera época de lactancia, me ha fascinado la pornografía. Concretamente, su intuición para delinear con más exactitud, profundidad y rigor que otros géneros los finos lindes que separan la realidad de la ficción.
¿Se besan los actores en las películas románticas? No, se besan los personajes. ¿Follan los actores en las películas pornográficas? Unos responderán que sí, otros que no (por la ausencia de deseo, multiplicidad de tomas, mecánica subjetiva de la atracción, voluntad, etc.). La variedad de micro-géneros del porno, género del futuro, permite que todos se equivoquen y que todos tengan razón: ejemplo perfecto de la confusa metafísica que rodea la vida.
Fue por ello que, como cuestión filosófica fundamental referida a la vida (y no, obviamente, a las películas pornográficas) quise que el libro comenzara justamente así.
A mí, que desde niño me gusta mucho el cine de terror, me ha sucedido que personas que conozco bien me han insultado con sonrisas y palabras aladas, y por eso sé que no es inhabitual, sino bastante frecuente, encontrar seres humanos que, recelando del cine de terror, son ellas mismas en la realidad proclives a hacer comentarios terroríficos sobre personas y razas reales. Seres humanos violentos que miran con recelo de verdad a personas como yo que solo soportan la violencia en la ficción.
Mal análogo, esa falta de delicadeza ontológica, a la agelastia de la que escribió Kundera: incapacidad para reír de cosas aparentemente serias, pero, sobre todo, para percibir las excepciones que permiten los climas de la afinidad y el sentimiento, la complicidad entre amigos y amigas, las variables temperaturas de la charla.
¿Estoy con Bertolucci? ¡Pues claro que no! Porque tampoco soporto los discursos sobre los supuestos sacrificios que en nombre del arte se hacen con la vida… ¡de los otros! Si Bertolucci quería más realismo podría haberle pedido a Maria Schneider que le apretara, sorpresivamente, los testículos a Don Brando, para que fuera el actor y no ella quien integrara en su magnífico repertorio de star system, la naturaleza contradictoria de todos los afectos. Pero no. Como sucede siempre, les dio por experimentar con la más débil: ¡ay, a menudo el arte escoge, vete a saber por qué, los caminos ya empedrados!
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