«¿Dónde estáis?», pregunta un amigo. «Donde los sueños se pierden en la bruma de Manchester», contesta otro. Son mensajes de whatsapp indudablemente escritos bajo los efectos del alcohol, sobre las tres de la mañana de un viernes a un sábado, desde algún lugar entre la Factory 251 y el Albert’s Schloss, dos clubes nocturnos (discotecas, vaya) del centro de Manchester. Mensajes de esos que lees a la mañana siguiente. Casi con miedo. Como las fotos y los videos. Ese no eres tú, te dices. Pues a lo mejor eres más tú que a las doce del mediodía de un martes ante el PC con cara de sepia, mira por dónde.
«Si no es por esta foto, esto habría cerrado hace años», me comenta Julia, voluntaria del Salford Lads Club, mientras nos muestra el original de la foto que Stephen Wright tomó de los cuatro integrantes de The Smiths en 1986, a las puertas del recinto. Acabaron en el artwork del álbum The Queen Is Dead (1986). Desde entonces, la peregrinación de fans ha sido incesante. El local se mantiene a base de donaciones, alguna subvención y las humildes aportaciones de sus visitantes. Cuando llego allí, una pareja de asiáticos se tira media hora dándole a la cámara de sus móviles ante la puerta que miles de fans han fotografiado como recuerdo.

Los Smiths ante la puerta del Salford Lads Club en diciembre de 1985, para el encarte de The Queen is Dead (1986) © Stephen Wright.
Nunca antes había pisado Manchester. Raro, teniendo en cuenta que dos de mis cuatro grupos favoritos —o sea, la mitad— proceden de allí. Tan solo conocía sus calles y sus barrios por haberlos visto nombrar en canciones, en películas, en algún libro. Un par de días basta para recorrer el centro histórico, pero me da que hace falta una semana para digerir toda su vida cultural: galerías, museos, librerías, tiendas de discos, exposiciones, salas de conciertos. No es suficiente con una escapada de puente. La electricidad flota en el ambiente. Eso es lo que te seduce, y no sus monumentos ni su combinación de edificios ultramodernos y vetustos inmuebles victorianos de ladrillo rojo, que también tienen su punto.
La resaca del sábado, mientras mis amigos inundan el grupo de whatsapp de fotos y videos que prefiero no recordar, no me impide emprender un solitario paseo por mi propio circuito de no-lugares. Hay que ser friki, sí. Soy de esas personas —lo somos casi todos— que lamentamos no haber estado en los enclaves y en los momentos precisos en los que se cocían nuestras revoluciones particulares. Tampoco conozco a nadie que haya estado en Manchester en 1976, ni en 1989 ni en 1994, aunque durante el verano de este último año Liam Gallagher me dedicara uno de sus caretos de desprecio cuando me asomé a verle firmar discos en una Virgin Megastore (¿o era HMV?) de Londres, como quien se acerca al zoo. Seguir el rastro de esas migajas de gloria. Suspirar por la máquina del tiempo y el teletransporte. Que la 24 Hour Party People a la que Winterbottom dedicó un peliculón está jubilada. O muerta, según quién.

Me acerco a Rusholme, el barrio en cuya feria se inspiró Morrissey para escribir «Rusholme Ruffians» (1985). La feria no la montan hasta el 25 de octubre, para Halloween. Y lo que me imaginaba como un arrabal, en el que mejor andarte con cuidado y vigilar los bolsillos, es ahora una tranquila zona residencial con amplísima presencia de esos inmigrantes que tanto parecen sumir al frontman de los Smiths en una turbia nostalgia por una Inglaterra que ni siquiera era racialmente pura hace cuarenta años.
Subo por Whalley Range, antaño distrito bohemio en el que Linder Sterling y Nico fueron vecinas —y donde Mozz situó aquella «habitación alquilada» de «Miserable Lie» en la que se supone albergó sentimientos encontrados hacia su amiga del alma cuando aún lideraba Ludus— , y todo lo que veo son las clásicas casas de dos alturas, bay windows y jardín, bañadas por un silencio casi sepulcral. Tampoco domino su cartografía de ocio y la cultura, aunque trato de localizar su eje. Me faltan ítems. Me sobra espesor mental. Y físico. No llego al Moss Side de Barry Adamson. Me faltan horas también. Y algo de lucidez.
Paso por Chorlton y un puente pintado de colores me depara una agradable bienvenida. Me adentro en Stretford y cuando llego a la casa de Kings Road en la que Morrissey recibió a Johnny Marr (cuando ambos aún vivían con sus padres, 1982), le hago una fotografía rezando porque quienes viven allí ahora no se asomen a la ventana y divisen al lunático que no tiene nada mejor que hacer un sábado por la mañana que stalkearlos—fuera de internet, a las bravas— sin razón aparente. Me siento un poco ridículo cuando compruebo que no hay nada que recuerde a quienes allí vivieron. Creo que ni siquiera la casa de dos pisos en la que creció es la misma. Me largo mientras los vecinos de al lado, con un hijo adolescente, salen en su coche. Para un partido de algo, pienso. Me acerco a Old Trafford. Solo una final de la Super League inglesa de rugby, entre el Hull y el Wigan, me recuerda parte de su mística. Es fin de semana de partidos de selección de cara al mundial.

La desproporción es lógica, pero apena a los melancólicos incurables, como yo: los fans de Oasis disponen de tours turísticos, visitas guiadas por la ciudad, casi todas las semanas. Los fans de los Smiths, una banda mucho más relevante e influyente para la historia del pop, tan solo pueden subrayar en rojo tres o cuatro ocasiones a lo largo del año. Lógico: son 75 millones de discos frente a 5. Vendidos en todo el mundo, quiero decir. No hay color. Es lo que hay. Nada de eso me impide pasar un par de horas cantando —como cerdo en un matadero— un puñado de clásicos de los Gallagher en Afflecks, un imponente bar-museo- tienda dedicado a ellos en el Northern Quarter, ante la cantinela de una dignísima mini banda (cantante, guitarrista y batería) de homenaje.
Nada nos lo impide a ninguno de los nueve: son canciones universales, pura alegría de vivir, clásicos populares que infunden ánimo colectivo, aunque no seas fan de los hermanos uniceja. Cae una de Stone Roses: algo es algo. Y una de los Beatles. Ninguna de los Smiths o Morrissey, ni de ningún otro combo de la era Madchester. Nos lo pasamos tan bien que ni siquiera nos molesta que el trovador tributario nos dedique «La Bamba» por ser españoles. Nos descojonamos. Un rato después, un barman de otro local nos invita a un tequila José Cuervo por la misma razón: por ser españoles. Le cuento lo de Afflecks y le explico que es como si a un tipo de Wisconsin le dedican «Live Forever» o «Champagne Supernova» por ser de allí. Un destarifo.

Los apartamentos The Haçienda, donde entre 1982 y 1997 se ubicó la legendaria sala de conciertos, propiedad de Factory Records. Bajo el rótulo, una placa recuerda que allí James dieron su primer concierto, el 17 de noviembre de 1982 (Foto: Carlos Pérez de Ziriza)
Lo único parecido en clave smithiana es la sesión de DJ con canciones de Morrissey y Marr que se estila en The Star & Garter, un pub que es como una décima parte de Afflecks, y está situado frente a un puente que sostiene varias vías de tren. Muy cerca, de camino, me emociona ver un mural dedicado al DJ Stu Allan, igual que otros que hay en la ciudad en memoria de Ian Curtis o Andy Rourke.
Me acerco a lo que era la mítica The Haçienda, hoy en día unos apartamentos, y al menos un par de placas mencionan que allí se ubicó la sala que acogió el primer bolo de James, en 1982, y desde la que el acid house prendió por todo el norte del país. Ojalá algo similar en el Consum de la calle Emilio Baró, en Valencia: soñar es gratis, y no creo que fuera mucho más cara una placa como las que pululan por el cauce del río Turia, a ver si la señalética nos va a desbaratar el presupuesto, que para imbecilidades como jugar a cambiar acentos, sí que hay parné.
Un poco antes había pasado por The Ritz, donde los Smiths hicieron lo propio también el mismo año: esta noche acoge a The Wedding Present. Y descubro de casualidad la plaza Tony Wilson, con su rótulo explicativo: es fácil entender por qué Manchester es una Music City mundial con todas las de la ley, mucho antes de que se inventara el término. Las construcciones salen mejor cuando se erigen desde la base.

Volviendo al principio, todo se puede resumir en el espíritu del Salford Lads Club. En su espíritu comunitario. En su ánimo de colectividad. En su empeño por preservar los valores colaborativos y solidarios de esa abeja que sirve de símbolo a la ciudad. Sin postureos. «Mira, este es Shaun Ryder, ha estado aquí cuatro veces y no recuerda ninguna», nos cuenta Julia. Me lo creo. Nos guía por la legendaria Smiths Room, por el gimnasio, por la sala de boxeo y billar, por el auditorio en el que los Inspiral Carpets acaban de pasar para grabar nuevas canciones, aunque la acústica no terminaba de llevarse bien con su equipo de sonido, me cuenta.

Nuestra visita a la Smiths Room, en el corazón del Salford Lads Club (Foto: Rafa Torres).
Nos despedimos de ella y de dos de sus hijos, que también voluntarean allí los sábados por la mañana, bajo la honda impresión de que un club centenario de barrio que obedece a una idea tan romántica perviva: básicamente, ofrecer actividades a los niños de Salford de principios del siglo XX para que no estén todo el día en la calle. Nos marchamos de Manchester deseando volver. Más pronto que tarde, a ser posible. Un pedazo de nuestro corazón ya es suyo.
Foto de portada: Álex Serrano.






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