Leí a alguien decir en una red social, justo el día después de la barbarie del Manchester Arena, que lo peor de lo sucedido -al margen de las pérdidas humanas- era que ya ni nos sorprende. Y algo de eso hay, desde luego. Al paso que vamos, nos parecerá hasta previsible que cualquier enajenado se cuele en Disneyland para perpetrar otra masacre.
El proceso de inmunización, casi de insensibilización por reiteración, es similar al que ya vivimos antes en nuestro país durante varias décadas. El paso del tiempo nos hace también más escépticos. Más cínicos, en el sentido anglosajón del término. Y a uno incluso le gustaría mantener aquella candidez de los veintitantos años, aquellos tiempos en los que saludaba cualquier nueva fechoría de la banda de la boina calada y el Rh negativo al ritmo del “Youth Against Fascism” de Sonic Youth, desde los controles de una emisora de radio local. Como si aquello pudiera contribuir a cambiar algo.
La tragedia del Manchester Arena no ocupó más espacio en nuestras conversaciones que cualquiera de las que integran ese macabro historial que sacude nuestras vidas -acomodadas, desde nuestra occidentalidad- desde un once de septiembre de 2001. Lo que tampoco cambia es nuestra propensión a buscar explicaciones a la sinrazón. Ocurre con mayor frecuencia cuando es la música pop la que está en el centro de la diana. Hace algo más de año y medio, con los cuerpos de los fallecidos en la sala Bataclan de París aún calientes, cundía el despropósito: un periódico gallego enmarcó aquello en el contexto de un ceremonial de música satánica.
Tocaba una banda de death metal, decían. Una cadena privada de televisión asignó aquel concierto en el haber de “los Eagles”. Sí, debían ser los de “Hotel California”, por lo visto. Al día siguiente a aquella matanza, la televisión pública que pagamos entre todos alimentaba el despropósito al asignar también la actuación en medio del tiroteo a “los Eagles, una banda de heavy metal”. Ya se sabe que el heavy metal luce muy bien con todo lo que huela a truculento. Todo con tal de encontrar una conexión entre la salvajada y lo que se cocía previamente en la sala. No deja de ser humano, en todo caso.
En la prensa británica, siempre más mirada en cuestiones musicales, hubo quien se aventuró a citar a la comunidad gay y a las mujeres como el blanco primordial de quienes atentaron tras el concierto de Ariana Grande. Quizá sea tratar de hilar demasiado fino. Entre la ex estrella de Nickeolodeon y la banda del deslenguado Jesse Hughes (derechista y hasta con un punto de machismo incorrectamente político), media un abismo. El mismo que puede existir entre los trabajadores que se desplazan por el corredor ferroviario del sur de Madrid una mañana de jueves, los transeúntes del puente de Westminster, los pasajeros de un vuelo con salida desde el aeropuerto de Bruselas o los asistentes a una discoteca gay de Orlando.
Pero nos empeñamos en buscar motivaciones para tratar de explicar lo que escapa a nuestra comprensión, en asignar móviles a los esquemas mentales de quienes solo buscan el terror por el terror, de forma indiscriminada y masiva. Cuando tuvimos ocasión de charlar con el líder de los Eagles Of Death Metal en septiembre del año pasado, lo único que lucía tras su procaz verborrea eran unas irrefrenables ganas de pasar página. De olvidar el horror. De vivir cada día como si fuera el último.
Diríase que cualquier expresión de libertad puede ser interpretada como una ofensa para ellos. Igual da que sea una fiesta en una discoteca, un paseo en familia para presenciar unos fuegos artificiales o un concierto, del género que sea. Precisamente es esta diversidad de estilos la que hace que la música pop, en su más amplia acepción, emerja como un valor amenazado, a preservar.
Seguramente, casi todos ustedes hayan visto ya un vídeo que comenzó a circular por la redes a mediados de la semana pasada, en el que una joven se arranca a cantar “Don’t Look Back In Anger” de Oasis en medio del silencio sepulcral de uno de los homenajes públicos a las víctimas del Manchester Arena.
Por mucha antipatía que hayan podido despertar los hermanos Gallagher en sus días de vino y rosas, hay que ser más frío que un témpano para no emocionarse con eso. Canciones como esa, prendadas de un mensaje universal y -por lo tanto- fácilmente customizable, son las que dan a la música pop su condición de religión laica, de lenguaje transnacional que no va -ni mucho menos- a sanar ninguna herida, pero hermana sensibilidades en torno a canciones que podríamos consensuar como himnos que nos den cierta esperanza. Suena naïf, sí. Pero no está de más agarrarse a eso en estos tiempos.
Es también curioso ver cómo nos puede llegar a cambiar la óptica desde la que abordamos el presente, desde el mismo instante en el que empezamos a ver las cosas a través de los ojos de un hijo. La paternidad -y esto lo sabrá cualquiera que haya sido padre o madre alguna vez- cambia hasta el sentido que le damos a la propia utilidad de nuestra existencia. La primera vez que pensé en esto, aplicado al quehacer de quienes nos ganamos la vida escribiendo sobre música, fue leyendo una entrevista de Nando Cruz a los Arctic Monkeys en las páginas de Rockdelux, hace ya unos cuantos años. En ella, el periodista decía sentir cierta perplejidad ante el hecho de que, por primera vez en su vida, sus entrevistados podrían perfectamente ser -por edad- sus hijos.
La semana pasada, Alexis Petridis incidía en esa idea cuando escribía sobre la masacre del Manchester Arena, recinto que ha pisado decenas de veces con su hija de siete años, en las páginas de The Guardian. Y lo escribía haciéndose eco de un emocionante y certero post de la periodista norteamericana Ann Powers, en la que describía la emoción que vive cualquier adolescente ante su primera noche de concierto. Imagino que esa sensación debe ser más o menos la misma, más o menos equiparable. Ya se trate de un concierto de los Pixies, de New Kids On The Block , de Madonna o de Rihanna. Porque todos hemos tenido quince o dieciséis años y hemos pasado por eso. ¿O no?
Nos podemos poner exquisitos y debatir en torno al valor de los gustos. Discutir acerca de opciones estéticas. Ponernos snobs o pasarnos al extremo opuesto, apostando por el relativismo estético que se puede deducir de libros tan saludables como Música de Mierda (Carl Wilson) o el colectivo Mierda de Música, más reciente. Pero la música popular, en cualquiera de sus muchas formas de expresión, es uno de los fenómenos más liberadores que cualquiera de nosotros pueda experimentar. Su función como aglutinador social está fuera de toda duda. Y no es casualidad que sea precisamente una de las bestias negras del yihadismo, como bien saben Songhoy Blues y muchas otras bandas que han tenido que irse de su país con su música a otra parte, ante las amenazas de quienes consideran su trabajo como “la música de Satán”.
Es triste que, superada aquella polarización en dos bloques aparentemente irreconciliables que se disolvió en los años 90 del pasado siglo, estemos ahora (lo queramos o no) inmersos en esta nueva dialéctica de la exclusión. Sujetos a que cualquier día, como si se tratara de una cuestión de azar, dejen nuestro cuerpo reducido a fosfatina en décimas de segundo.
Siempre nos quedará la música.
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