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Making of Harry Potter: un perdedor en Hogwarts

En Cine y Series sábado, 2 de mayo de 2015

Emilio Doménech

Emilio Doménech

PERFIL

Visitamos el museo Making of Harry Potter, en Londres, con la esperanza de revisitar la magia que nos enganchó a los libros.

Hay dos momentos que me han hecho recordar en el último año el cariño que les tengo a los libros de Harry Potter. El primero fue al ver Boyhood y recordar con nostalgia el fanatismo de los que nos enganchamos a aquellos libros, cuando apenas éramos unos críos llegando a la adolescencia. El segundo, al comprarme una edición especial de La piedra filosofal en inglés y descubrir, para mi sorpresa, lo bien escrito que estaba y la fascinación que me despertaba.

En la sala de presentación de los Estudios Warner de Londres, donde un museo enorme está engalanado con miles de objetos y escenarios del Making of Harry Potter, el fanatismo se me escapó de los dedos. Una de las guías hizo un trivia de unas cuatro o cinco preguntas sobre los libros, que yo apenas pude responder. Otros tantos, en cambio, contestaron antes incluso de que la monitora terminara de enunciar la cuestión. Me sentí como un lector más, en un Hogwarts secundario de perdedores.

Al entrar en el Gran Comedor, una sala rectangular con grandes mesas de madera sin el impresionante techo abierto e iluminado de las películas, yo ya sentía que el Sombrero Seleccionador no me iba ni a seleccionar; directamente me iba a tirar por una de las ventanas.

Gran Comedor de Hogwarts

Tampoco recordé las horteras mesas acristaladas del banquete del Cáliz de fuego o el número de compañeros que convivían con Harry en los acogedores, por enanos, dormitorios rojo y dorado de Gryffindor. Con tan semejantes lagunas mágicas, de haber asistido a Hogwarts a mí me habrían hecho dormir en el sofá. Con la rata y el gato. Scabbers y… Veis, si es que andaba yo perdidísimo.

No por ello dejaron de impresionarme la lóbrega, pero esplendorosa en su colorido y variedad de ingredientes embotellados, aula de pociones; o el detallista despacho de Dumbledore, repleto de cuadros y encogido en cilindros empedrados que hacían alto el techo y alargada la perspectiva. Y casi como escondite, el barbudo director de Hogwarts tenía en lo alto de sus aposentos un reluciente y plateado telescopio; inalcanzable para los visitantes, pero cercano para los soñadores. Los ojos ya lo miraban todo con un grado acuoso distinto. ¿Había esperanza para el acabado?

En el patio del museo me esperaban puentes colgantes, casas adosadas pobladas por familiares malvados y un autobús púrpura desgastado por la lluvia londinense. La real y la escrita en pluma. En la esquina, una hilera de piezas de ajedrez todavía no destrozadas por sus homólogas enemigas. Ron no andaba subido en ninguno de los caballos. ¿Cuándo fue que lo vimos nosotros? Sí, la melancolía de una primera vez que nunca volvería.

De nuevo bajo tejado, una sala repleta de monstruos y criaturas. La animatrónica puesta en acción. El monstruoso libro de los monstruos, un dragón Ironbelly ucraniano o un Hagrid gigantesco, en movimiento. Después de ellos, Gringotts y el Callejón Diagon. La tienda de golosinas de los hermanos Weasley, de colores vívidos y payasos golosos; las varitas Olivander, tras una ventana llena de polvo y una puerta anticuada. Casi como lo recordábamos. Casi.

Hogwarts. Making of.

Y entonces, el clímax. Al pasar el pasillo de maquetas, un azul oscuro me recibía con banda sonora y cielo estrellado. En el centro de la gigantesca sala, una maqueta de Hogwarts. Árboles, lago, tierra y piedra. Piedra a rabiar. Como construido por los egipcios antaño. Un castillo de los que cortan la respiración y vierten de gozo al párpado. La emoción ya era incontenible.

Puede que no supiera quién viajaba con Harry en aquellas barcas que cruzaron las aguas para llegar a Hogwarts por primera vez, pero yo me sentía parte de la travesía. No aparté un segundo la mirada de aquellos torreones y aquellas ventanas. Me quería quedar allí con ellos. Otra vez. Y para siempre.

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