Han pasado casi diez años desde que François Ozon presentara Frantz en la Mostra de Venecia. Su regreso al Lido con L’Étranger tiene el sabor de una cita inevitable: enfrentarse con Albert Camus es dialogar con un texto que lleva décadas alimentando lecturas filosóficas, existencialistas y políticas. Lo sorprendente es que Ozon lo hace con una sobriedad que rehúye tanto la reverencia académica como la tentación de “modernizar” artificialmente el material. Su puesta en escena se limita a seguir a Meursault en su deriva, a observar cómo la apatía hacia la vida, esa indiferencia que ha generado ríos de interpretaciones críticas, se convierte poco a poco en un gesto radical, en una forma de estar en el mundo que desvela lo absurdo de las convenciones sociales.

Benjamin Voisin en L’étranger de François Ozon. © Foz – Gamount.
Benjamin Voisin encarna esa extrañeza con un rigor físico notable: cada mirada perdida, cada gesto suspendido, hacen visible la opacidad del personaje sin necesidad de explicarlo. En lugar de psicologizar a Meursault, lo reduce a presencia, a un cuerpo que se desplaza ajeno a lo que lo rodea. Rebecca Marder, por su parte, ofrece en Marie un contrapunto lleno de vitalidad, una mezcla de deseo y vulnerabilidad que ilumina la frialdad del protagonista y revela el contraste central de la historia: un amor imposible frente a un hombre incapaz de corresponder.
El blanco y negro elegido por el director galo y realizado magistralmente por Manu Decosse intensifica la dimensión intemporal del relato. No es un mero recurso estético: acentúa la soledad de los espacios, el aislamiento de los personajes, la crudeza de las situaciones. Y dentro de esta sobriedad visual, Ozon reserva un recurso decisivo: la voz del narrador, utilizada únicamente en la escena del asesinato del árabe y en el desenlace. Allí resuenan las palabras de Camus, sin mediaciones, y ese gesto de fidelidad literaria produce un efecto casi cortante, como si la novela se filtrara de golpe en la película.

Benjamin Voisin y Rebecca Marder en L’étranger de François Ozon. © Foz – Gamount.
Acompañada por la música hipnótica de Fatima Al Qadiri, que mezcla ecos árabes y texturas electrónicas, la obra no busca clausura ni moraleja. Prefiere dejar al espectador en la misma intemperie en que Camus había situado a su protagonista: un lugar donde todo parece carecer de sentido y, sin embargo, la vida insiste en continuar.
Siempre en concurso se presentó Father Mother Sister Brother, donde Jim Jarmusch reafirma una vez más su fidelidad a un cine hecho de pausas, silencios y observación. Como en sus mejores trabajos anteriores, la acción queda en suspenso para dejar espacio a lo cotidiano, a los gestos que se repiten hasta volverse reveladores. El film se articula en tres episodios familiares que viajan entre Estados Unidos, Irlanda y Francia, con esa cadencia lenta y musical que convierte las aparentes rutinas en agobiantes rituales.

Vicky Krieps y Cate Blanchett en Father Mother Sister Brother. © Yorick Le Saux.
Las dos primeras partes, Father y Mother, figuran entre lo más logrado del cine reciente del autor. En Father, el vacío entre un progenitor distante (interpretado por el cantante Tom Waits) y dos hijos (Adam Driver y Mayim Bialac) incapaces, por diferentes motivos, de romper el muro del silencio adquiere un espesor conmovedor: los gestos breves, los silencios prolongados y las miradas esquivas se cargan de un peso emocional que perturba y conmueve más que cualquier palabra. En Mother, la puesta en escena alcanza una rara precisión: la frialdad de una madre (Charlotte Rampling) perfeccionista y el desapego de dos hijas muy diferentes entre ellas –interpretadas por Cate Blanchett y Vicky Krieps– conviven en equilibrio frágil, sostenidos por intérpretes capaces de dotar cada pausa de una vibración interna.

Luka Sabbat e Indya Moore en Father Mother Sister Brother. © Carole Bethuel Vague Notion.
La sección Sister and Brother, en cambio, se resiente por la debilidad de los dos jóvenes actores (Indya Moore y Luka Sabbat), poco convincentes a la hora de sostener la sutileza del encaje de historias desarrollado por el cineasta estadounidense. La musicalidad de la puesta en escena se interrumpe, y el episodio se percibe más rígido y menos capaz de dialogar con la fuerza de los anteriores.
Gus Van Sant regresa a la Mostra después de más de treinta años de ausencia, y lo hace con Dead Man’s Wire, presentada fuera de concurso. Inspirada en un hecho real ocurrido en 1977, la película reconstruye el caso de Tony Kiritsis, un hombre que, convencido de haber sido estafado por su banco, tomó como rehén a un directivoy le ató al cuello un cable conectado al gatillo de una escopeta recortada, exigiendo dinero y disculpas públicas.

Bill Skarsgård y Dacre Montgomery en Dead Man’s Wire. © Stefania Rosini.
El film se mueve entre el thriller tenso y la reflexión social, mostrando cómo un gesto desesperado puede convertirse en un espejo incómodo de los abusos de poder. Van Sant, que siempre ha alternado entre proyectos arriesgados y narraciones más clásicas, logra aquí un equilibrio entre ambas vertientes con una dirección que destaca por un estilo variado, su ritmo contenido, evitando el sensacionalismo y centrando la tensión en los silencios y los gestos y la psicología de los personajes. Sin embargo, bajo esta superficie hipnótica, la narración se muestra más esquemática de lo esperado: el relato avanza con intensidad, pero rara vez consigue abrirse hacia una dimensión más amplia, hacia esas lecturas múltiples que otras veces han caracterizado la obra del director. Bill Skarsgård ofrece un retrato magnético de Kiritsis, apoyado por un elenco de lujo que incluye a Dacre Montgomery, Colman Domingo y Al Pacino.
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