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El patio

Las bases del rock andaluz

En Música, El patio domingo, 13 de junio de 2021

Óscar Carrera

Óscar Carrera

PERFIL
Madrid, Barcelona y Sevilla. Sevilla, Barcelona y Madrid. Desde los años sesenta, las bases del rock en España. Que lo fuera Madrid, pase. Que lo fuera la capital catalana, la cual disfrutaba de la proximidad de la frontera francesa para la adquisición de vinilos y vinillos, no nos pillará desprevenidos. En cambio, la Baja Andalucía, en el sur geográfico y la periferia económica, supone un enigma. Las teorías son múltiples: que Andalucía era idónea para engendrar un rock genuinamente “español”, pues su flamenco es la música más reconociblemente española; que el blues de los esclavos negros y el quejío de los parias gitanos son paralelos musicales imposibles de pasar por alto; o que su facilidad para absorber culturas foráneas nunca le hará ascos a una guinda más en la tartésica tarta de moriscos, marianismo, sefarditas y algún que otro hombre de las cavernas. Sin pretender desentrañar el misterio, nos disponemos a añadirle un ingrediente extra.

Nos referimos a las dos bases militares estadounidenses de la Baja Andalucía: la Base Naval de la villa de Rota (Cádiz) y la Base Aérea de Morón, a unos cincuenta kilómetros de Sevilla. Cedidas parcialmente a los Estados Unidos a principios de los años cincuenta, estas polémicas instalaciones verán un trasiego humano durante toda la década de los sesenta. Soldaditos que volvían del Vietnam o iban a Sudáfrica, y mucho joven inadaptado que decidió tirarlo todo por la borda y marcharse a aquella tierra mística, jonda y temperamental llamada Andalusia, y vaya si no la encontró en los chiringuitos de Costa Ballena, en la plaza de toros de Sevilla, en una excursión a la judería de Córdoba o en los lupanares de Rompechapines, donde también se saludaba al tronío de ese gran pueblo con poderío.

En la base de Rota y sus inmediaciones se abrieron hamburgueserías, heladerías, bares, peluquerías de corte soldadesco, almacenes donde aprovisionarse de sirope de maíz y mantequilla de cacahuete hasta nuevo aviso… Todo lo básico para la subsistencia yanqui se vendía, se intercambiaba, se prestaba por esos lares, y no iban a ser menos unos preciados vinilos que no tenían que pasar por la censura franquista y un retraso musical de diez años como poco.

Estas bases militares fueron material de leyenda para la “generación del arcoíris”, aka los cuatro hippies de Sevilla. El personal de Morón se instaló en el Barrio de Santa Clara y terminó por convertirlo en el distrito contracultural de la ciudad, donde juran que se respiraba marihuana y se fumaba The Doors. Un tal Gonzalo García Pelayo conseguía la exclusiva de los nuevos lanzamientos para su club Dom Gonzalo, el cual será —junto a la Glorieta de los Lotos del Parque de María Luisa o las escaleras del Archivo de Indias— uno de los puntos de encuentro e improvisación para los sevillanos “en el ajo”. El local, aunque asesorado por el futuro presidente (entonces abogado) Felipe González, sería clausurado por la policía en 1970 tras haberse propagado rumores sobre Un bar que había en Los Remedios donde metían cosas a las niñas en la bebida… (Rosa Ávila).

En la primera actuación del grupo Smash, gestado en torno a Dom Gonzalo, también Se desmayaron varias niñas, lo que dio abundante prensa a estos corruptores (por derecho) de nuestras hijas… Los Smash, banda puntera de la primera psicodelia española, tenían dos guitarristas: Henrik Liebgott y Gualberto García Pérez. Uno, danés enamorado de Chiclana; el otro, sevillano trianero prendado de una norteamericana que lo llevará a Woodstock… Uno buscando las esencias mediterráneas, el otro a Jimi Hendrix. Se encontrarían en torno a unos vinilos de contrabando. ¡Mierda de la buena! Gonzalo García Pelayo tenía un contacto para conseguirlos y los ponía en su club de Los Remedios. Allí escuché el primer disco de Pink Floyd antes de que se publicara en España, presumía el batería, Antoñito. Ya les contamos cómo les fue.

Recuerda aquel ritmillo el periodista Antonio Burgos, con saludable sentido crítico: Del mismo modo que ahora resulta que todo el mundo estaba en París en mayo del 68, también todo el mundo parece que tenía un negro amigo en la emisora de American Forces Radio de Rota o Morón que le prestaba discos.

¿Y qué si todo fue un mito? Queda como testigo lo que entrados los setenta fueron capaces de fabricar, con negro o sin él. Algo que rezuma un encanto que a veces sólo nosotros —y ni eso— entendemos. El rock andaluz es como una pizza de ese establecimiento primordial de la provincia de Cádiz, el Tabita’s: robada la receta secreta al Ejército de los Estados Unidos en Rota, asimilada de aquella manera e interpretada con los ingredientes del suelo, quizá no se la podría reconocer en la receta original americana pero la noticia se propagó como la pólvora. Y, quién lo va a negar, su consumo tiene más de encanto folclórico que de hipócrita actividad gourmet.

La hipótesis lingüística de Sapir-Whorf postula que el idioma que habla una persona determina las categorías que encuadran su concepción del mundo: ¿qué menos el cante que a uno le sale de las vísceras? La “hipótesis de Santos-Pastor”, alias Manuel Agujetas, suena aún más tajante: Una persona si sabe leer y escribir ya no puede cantar flamenco, porque entonces pierde la pronunciación. No ya saber un determinado idioma, sino saber escribir cualquier idioma.
Combinando ambas hipótesis, comprendemos que, cuando los sevillanitos escuchaban a Ray Charles o Mick Jagger, sus oídos no captaban lo mismo que esos gringos benditos que venían a robarles sus mujeres y su pop casposo. En sus cabezas, las voces rotas del blues ya eran traducidas al quejío. Si estas hipótesis son ciertas, un sevillano o un gaditano nunca lograron escuchar a Hendrix, sino algo parecido a lo que décadas después sacaría de su guitarra Paco de Lucía en San Francisco. Cuando uno va al Tabita’s y pide una Súper (o dos), le ruegan que espere unos veinte minutos, que fácilmente se duplican. Aquí también se estaba cociendo algo gordo… Sólo faltaba que alguien se atreviera a decirlo. Que alguien acertara a publicar aquel secreto a voces. Pero esa es otra historia que merece ser cantada.

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