Nueva York, la ciudad de los sueños que no siempre se cumplen, alberga los de Juanito, que emigró para ser actor.
¿Quién no ha fantaseado con vivir en un sitio como ese, integrarse dentro de ese mundo lleno de tráfico constante, de rascacielos, de ambiente comercial y cultural inagotable, de barrios llenos de historia y convivir con gentes procedentes de todo el mundo en busca de una oportunidad? ¿Quién no ha querido ser un cosmopolita de verdad en medio de la gran urbe?
Jorge Torregrossa, el director de La vida inesperada, lo hizo durante unos años, mientras estudiaba cine y soñaba con convertirse algún día en un director de cine y hacer películas. Ha tenido que pasar mucho tiempo, y como tantos otros, Jorge ha estado a punto de tirar la toalla por el largo camino. Los sueños a veces se cumplen, otras hay que resignarse y saber por lo menos que lo has intentado, que has luchado por ellos. De todas esas cosas y mucho más habla La vida inesperada, la segunda película de Torregrossa después de su ópera prima, Fin, en la que ha podido demostrar su sensibilidad a la hora de construir una historia llena de capas emocionales y con mucho corazón. Supongo que con ella, ese deseo de juventud, se ha cumplido finalmente.
El guión de La vida inesperada está escrito por Elvira Lindo, algo que no debería inducir a ningún tipo de prejuicio, sobre todo si tenemos en cuenta los estupendos libretos que firmó para algunas de las mejores películas de Miguel Albaladejo, como La primera noche de mi vida (1998) o la propia adaptación de su personaje, Manolito Gafotas (1999). Películas en las que trabajaba el realismo hispano a través del sentido del humor y que han quedado como un magnífico ejemplo de cómo construir la cotidianeidad sin histrionismos.
En esta ocasión, la escritora ha optado por trasladar a sus personajes a un paisaje diferente, fuera de las fronteras españolas, para trasmitir ese sentimiento de desarraigo presente en nuestros tiempos, de esa necesidad de buscarse la vida en cualquier lugar del planeta tras el derrumbe de la economía nacional. Jóvenes que salen al extranjero a intentando alcanzar una vida inesperada que les saque de su mortecina situación, que les aporte experiencias y algo de esperanza.
Es lo que le ocurrió a Juanito (Javier Cámara), cuando emigró a los Estados Unidos con la ilusión de convertirse en actor. Después de muchos años, lo único que ha conseguido, es estar multiempleado en montones de sitios y trabajar en un teatrillo de variedades para, al menos, sentir que todo lo que ha hecho hasta el momento ha servido para algo. Sin embargo, sus frustraciones, sus anhelos no cumplidos y la sensación de fracaso se pondrán de manifiesto cuando reciba la visita de su primo Jorge (Raúl Arévalo), un triunfador al que siempre le han salido las cosas bien. El choque entre ambos, constituirá el grueso de una narración enfocada a poner de manifiesto las renuncias de cada uno de ellos y los íntimos fracasos personales que llevan arrastrando en su interior.
Torregrossa inunda de humanidad la película, aportando un tono clásico en el que se mezclan los géneros (la crónica social, la comedia romántica, el drama íntimo…) adaptándolos a la tradición norteamericana pero sin perder un ápice de su idiosincrasia. Muchos dirán que es una especie de Woody Allen a la española, por la forma que tiene de rodar la ciudad, tan evocadora, y también por sus personajes llenos de manías y totalmente abstraídos en sus problemáticas particulares.
Sin embargo, La vida inesperada es una película bastante más amarga, mucho más de lo que parece en un primer momento. Es cierto que los mejores momentos los otorgan los dos intérpretes protagonistas, en uno de los dúos más cohesionados que hemos visto en el cine español desde hace mucho tiempo. También está espléndida Carmen Ruiz en un pequeño pero fundamental papel, así como una Gloria Muñoz en estado de gracia. Pero, al final, nos quedamos con un extraño sabor de boca, porque en este caso, el happy end corresponde a una abdicación de los sueños, a la triste certeza de que, a veces, hay que dejar a un lado los deseos en un mundo que no admite el romanticismo ni la utopía. Y eso, aunque sepamos que es la realidad, duele.
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