Después de Maria Egiziaca de Ottorino Respighi en marzo pasado y a la espera del Otello verdiano que inaugurará la nueva temporada en unas semanas, el Teatro La Fenice de Venecia presentó como último título de la temporada lírica otra obra de la llamada Generación de los años ochenta, que es como se definen una serie compositores italianos de mediados del siglo XX que buscaron un nuevo estilo que, en lugar de romper con los moldes de la música anterior (como lo hizo la Escuela de Viena con Schönberg, Webern y Berg), pretendieron recuperar una tradición, principalmente italiana, ligada a la cultura y a los compositores de los siglos XVII y XVIII.
Esta vez ha sido el turno de Gian Francesco Malipiero, un compositor bastante presente en las temporadas del teatro veneciano hasta los años setenta del siglo pasado y hoy casi olvidado. Del rico catálogo operístico de Malipiero, la Fenice eligió La vita è sogno, presentada ochenta años después de su estreno, en el Teatro La Fenice, un año después de su debut en 1943 en la Ópera de Breslavia. La fuente de la ópera es la célebre obra de Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño, de 1635, pero en la adaptación a libreto del propio Malipiero, donde los cortes son sustanciales y la simplificación de la compleja trama barroca es drástica (la ópera dura poco más de una hora). Malipiero también elimina cualquier referencia geográfica explícita del original (Polonia), prefiriendo dar a la obra un tono más abstracto, si no simbólico: “sin lugar ni tiempo, en un lugar de fantasía”, establece el libreto.
Los personajes principales (Basilio, rey de Polonia, y el príncipe Segismundo en Calderón) pierden sus nombres para convertirse en figuras casi arquetípicas, el Rey y el Príncipe. Entre los otros personajes, solo el carcelero y tutor Clotaldo mantiene su nombre original, mientras que la dama Rosaura es rebautizada como Diana, un nombre simbólico que evoca a la diosa que vaga por los bosques y que, en su deambular, descubre al Príncipe encadenado en una caverna al pie de su torre prisión, convirtiéndose en el vehículo que lo retorna al mundo real de la corte —aunque nunca queda claro si es realidad o solo un sueño.
A pesar del lenguaje verbal, impregnado de arcaísmos y sugestiones decadentistas, la ópera ofrece interesantes elementos dramáticos tanto en la relación padre-hijo como en el juego ilusorio entre realidad y sueño, característico del barroco y esencial ya en la obra de Calderón. Inspirándose en el teatro del siglo XVII, Valentino Villa propone en el Teatro Malibran (donde La Fenice presentó finalmente la obra) una puesta en escena visualmente rica, con claras referencias a la pintura barroca, gracias sobre todo al esencial aporte de los trajes en estilo decimosexto de Elena Cicorella y a la iluminación de Fabio Barettin, que evoca tanto la pintura de Caravaggio como la de José de Ribera y Francisco de Zurbarán. La sobriedad de las paredes giratorias ideadas por el escenógrafo Massimo Checchetto añade otro nivel de profundidad, sugiriendo eficazmente los mundos paralelos de la realidad y el sueño. Sin embargo, a pesar de estos logros visuales, el espectáculo resulta algo frío en lo teatral, sin superar del todo la naturaleza estática y, en momentos, irresuelta de la obra de Malipiero.
La escritura musical de Malipiero, erudita y orientada completamente a las formas del pasado, encuentra una interpretación inspirada bajo la dirección de Francesco Lanzillotta, quien destaca las medias tintas de tono melancólicamente elegíaco presentes en la rica paleta de la orquesta. Esta, sin duda, es lo mejor de la obra, ya que en el ámbito vocal los cantantes deben lidiar con un declamado monótono y poco atractivo, salvo en las afortunadas secciones corales. En el escenario, el tenor Leonardo Cortellazzi interpretó con precisión el carácter soñador del Príncipe, dividido entre el sufrimiento y la ira vengativa, mientras que el bajo Riccardo Zanellato aportó una humanidad doliente al personaje del Rey. Igualmente, destacables fueron Simone Alberghini como un compasivo Clotaldo y Veronica Simeoni, que dio vida a una Diana de gran carácter. Los personajes de Estrella y Don Arias, interpretados por Francesca Gerbasi y Levent Bakirci, aunque apenas esbozados por Malipiero, lograron destacar por su presencia escénica y por su naturalidad dentro de la puesta en escena de Valentino Villa.
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