El estreno de Das Rheingold (El oro del Rin) de Wagner en la Scala marca el inicio de la ejecución integral de una nueva Tetralogía en el coliseo milanés, programada entre 2024 y 2026, bajo la dirección escénica del británico David McVicar, un director que ya ha cosechado aplausos en este teatro por sus producciones de La Calisto de Cavalli, I masnadieri de Verdi y Los troyanos de Berlioz. La renuncia algo pretextuosa de Christian Thielemann a dirigir las cuatro obras ha alterado significativamente el proyecto original, que en esta ocasión ha sido confiado a dos batutas: la experimentada wagneriana australiana Simone Young y el joven británico Alexander Soddy.
McVicar ha optado por una visión de Das Rheingold cercana al cuento, alejada de los anacronismos y atavíos modernos o de la carga psicológica que caracteriza algunas lecturas contemporáneas de Wagner. No se percibe, en efecto, la tentación de “modernizar” la obra, de arroparla con interpretaciones realistas o posmodernas tan de moda en las últimas décadas, especialmente en el Anillo wagneriano de Bayreuth. En su lugar, Das Rheingold, prólogo de la Tetralogía, se reviste de una simplicidad casi infantil, inspirada en el universo de la fantasía. Los decorados de McVicar y Hannah Postlethwaite, de gran sugerencia y esencialidad, y el vestuario, original y evocador de Emma Kingsbury, crean una atmósfera visual atractiva. Sin embargo, una vez el espectador acepta este juego y se convierte en su cómplice, se echa en falta algo: el misterio y la complejidad que Wagner infunde en su obra. Ese misterio, lleno de ambigüedades, es imposible de simplificar sin desvalorizar el potencial simbólico de la obra, que se vuelve efectista cuando se reduce a una escenificación de simple impacto visual.
La línea narrativa de McVicar es clara y directa: la codicia, simbolizada por una mano rapaz pintada en el telón que articula las distintas escenas, y por las enormes manos que dominan a las hijas del Rin al comienzo de la ópera. Lo más enigmático, quizá, es la inclusión de algunos mimos, que aparecen tanto junto a los gigantes Fafner y Fasolt como junto al dios del fuego, Loge, y la presencia de un bailarín desnudo que se retuerce en el escenario para simbolizar el flujo del Rin, al que se le arrebata una máscara dorada. Este personaje vuelve a aparecer al final, rodando por el escenario, ensangrentado, como un recién nacido. ¿Será una premonición del hombre común, nacido al pie de los dioses que avanzan hacia el Valhalla y que será el centro de las tres jornadas siguientes? La respuesta se verá en 2025, cuando la Scala presente las dos primeras jornadas de la Tetralogía (Die Walküre y Sigfried) en febrero y junio.
Aparte de este recurso, tal vez algo excesivo, la creación del inframundo nibelungo fue, sin duda, la parte mejor lograda de la producción: desde la calavera dorada que devora las pepitas excavadas por los enanos hasta la aparición de la gran serpiente mágica. La caracterización de los gigantes en zancos y con grandes cabezas al estilo de Bread & Puppet también resultó efectiva. El resto, en cambio, adoleció de cierta rigidez, con cantantes plantados en el escenario, buscando un propósito que no termina de manifestarse por completo.
La dirección musical de Alexander Soddy fue lo más destacado de la velada. En su primer acercamiento a la Tetralogía wagneriana, el joven maestro inglés logró una interpretación que fue ganando en intensidad y claridad, obteniendo una transparencia notable en la orquesta y manteniendo un equilibrio casi perfecto con el escenario. Su lectura fue diáfana, vibrante y dramática sin caer nunca en la grandilocuencia; atenta a los matices, cohesionada y precisa en la relación entre el foso y la escena. Con una sonoridad pura y cambiante, Soddy supo perfilar los distintos leitmotivs con nitidez, desarrollándolos en un discurso fluido y coherente de gran teatralidad.
En cuanto al reparto, fue en su mayoría de buen nivel. Destacó especialmente Ólafur Sigurdarson en el papel de Alberich, mientras que Norbert Ernst en el rol de Loge enfrentó ciertas dificultades para plasmar la ambigüedad y perfidia que caracterizan al personaje. Jongmin Park (Fasolt) y Wolfgang Ablinger-Sperrhacke (Mime) se mostraron sólidos y convincentes, mientras que Michael Volle, Wotan histórico, ya no cuenta con el ímpetu vocal necesario para sostener el rol, al igual que Ain Anger como Fafner. Las voces femeninas, en cambio, se mostraron seguras en sus papeles: Okka von der Damerau (Fricka), Olga Bezsmertna (Freia), Christa Mayer (Erda), así como las tres hijas del Rin, Andrea Carroll, Svetlina Stoyanova y Virginie Verrez.
El día anterior a la función wagneriana, La Scala presentó un maravilloso concierto del director finlandés Esa-Pekka Salonen al frente de la Philharmonia Orchestra de Londres. El programa presentaba El concierto para orquesta de Béla Bartók y la Sinfonía n. 1 de Jean Sibelius. Frente al arte de Salonen, resulta difícil decidir si admirar más la delicadeza de las cuerdas, la infalible entonación y la claridad tímbrica de las maderas y los metales, o la discreción exacta de las percusiones. Bajo su batuta, la música se despliega con una libertad de fraseo que trasciende el mero sonido para convertirse en pensamiento musical, en una reflexión profunda sobre la vida y sobre nosotros mismos, generando emociones intensas y sugerentes. Salonen logra capturar perfectamente tanto el espíritu popular y la modernidad extrema de Bartók como el estilo tardorromántico que, en la sinfonía de Sibelius, se transforma en modernidad y anticipa el siglo XX. Al final del concierto, el éxito fue clamoroso, culminado con unas propinas dedicadas a dos breves obras juveniles de Giacomo Puccini.
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