Wolfenstein: The New Order, puro exceso. En un mundo dominado por los del Reichskanzler, no hay lugar para la piedad; por eso Blazkowicz se encargará de pararles los pies a base de explosiones y desmembramientos extremos.
Welthauptstadt Germania se alzaba ante el asombro de los turistas. Intacta y poderosa, pero también en una remodelación constante. Era el bucle rítmico que ni Albert Speer pudo prever. La cúpula de Große Halle impedía que la recién conquistada Luna iluminara con su luz a las ratas de Nueva Berlín, que se paseaban con brazalete rojo sobre húmedas calles construidas a base de sangre negra, judía y gitana. Corría el año 1960, y el disco de The Bunkers quemaba gramófonos.
Como en La langosta se ha posado, libro ficticio y ucrónico enmarcado en la novela distópica El hombre en el castillo de Philip K. Dick. Aunque al revés. Y a la vez igual que la premiada obra del escritor norteamericano, primera aparición scifi plausible de un futuro dominado por nazis, victoriosos de la II Guerra Mundial. El ejército alemán, entre otras formas de subyugación del siglo pasado, ya forman parte de la cultura Pop actual. Estéticas uniformes y en monocromo tan fascinantes que son recurrentes en cine, televisión y la forma de ocio más gamberra, eterna púber, el videojuego.
Y es que Wolfenstein: The New Order es adolescencia en un medio cultural encorsetado en modas y que vuelve al pasado, justo cuando no había vergüenza alguna en mostrar excesos. Es un compendio de mezclas de otros medios que acaban vampirizados y regurgitados para convertirse en una experiencia cardíaca sin sentido. Puro divertimento por exceso. Apuesta por un camino diferente a los tótems actuales en ventas, Call of Duty y Battlefield, felices en su propio desarrollo de pasillo y ensayo/error. William Joseph “B.J.” Blazkowicz es el protagonista de la serie nacida con Castle Wolfenstein (Apple II, 1981) pero que no se popularizó mundialmente hasta su tercera entrega, un Wolfenstein 3-D (1992, MS-DOS) que abrazaba un nuevo punto de vista para el género de la acción. Nacía el First Person Shooter.
La aventura de Blazkowicz recupera las ucronías de la victoria Nazi en la II Guerra Mundial para ofrecer, sin ningún tipo de pudor ni resquemor, una odisea de hemoglobina constante que utiliza, primero, una violencia exagerada que llega a ser cómica. También se basa en la representación de una imposible Germanian way of life de una década, los sesenta, dominada por la esvástica, por rock’n’roll surfero del Rin y por cuatro jóvenes alemanes que inmortalizan la portada de su disco cruzando un paso de cebra. Esta unión de estéticas americanas pero licuadas por filtros nazis y tecnológicos es uno de los ejes sobre los que se sustenta la dirección artística de The New Order.
Su propuesta jugable bebe de las influencias del One Man Army de la acción de Hollywood de los noventa. Somos, en definitiva, los putos amos. En este caso dioses de la destrucción para la maquinaria alemana que mezcla lenguaje y situaciones propias de Tarantino con el exorbitante y desmesurado sentido de la espectacularidad que, de tan irreal, nos divierte y capta nuestra atención. Ya que, no lo olvidemos, la violencia gráfica hipnotiza. Y en The New Order también divierte:
—¿Qué ha estado haciendo todo este tiempo?
—Disparar, apuñalar, estrangular nazis.
Y es que la contestación del protagonista resume las quinientas palabras anteriores. Porque de esto, tal cual, va Wolfenstein.
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