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«La Gioconda» de Ponchielli regresa a la Scala

En Música 24 junio, 2022

Gian Giacomo Stiffoni

Gian Giacomo Stiffoni

PERFIL

La Gioconda de Amilcare Ponchielli (1834-1886) ha regresado a La Scala de Milán después de 25 años de su última aparición donde no dejó, aparte la dirección de Roberto Abbado, un muy buen recuerdo. Es sin duda una obra peculiar (como su compositor) que se coloca además en una fase de la ópera italiana bastante especial. Estrenada justo en el Teatro alla Scala en 1876 (pero objeto de dos revisiones en 1876 y en 1879) pertenece a un momento (alrededor de veinte años) en que Verdi deja de escribir para el teatro y todavía no han surgido nuevas figuras relevantes del panorama operístico italiano como Puccini, Cilea, Mascagni o Giordano.

La Gioconda

La carátula de la primera edición para piano de la partitura de La Gioconda y el cartel original del estreno en La Scala en 1876.

Ponchielli cubre esa época con varias obras todas muy sugestivas: I Lituani (1874), La Gioconda (1876), Il figliuol prodigo (1880) y Marion Delorme (1885). Entre todas estas óperas, La Gioconda es, lamentablemente, la única que sobrevive con cierta continuidad en el repertorio actual de los coliseos, pese a sus desigualdades dramatúrgicas, pero gracias también a su excelente libreto —obra de literato y compositor Arrigo Boito, con el seudónimo en forma de anagrama de Tobia Gorrio, que será el libretista de las dos últimas óperas de Verdi, Otello y Falstaff— y a momentos musicales extraordinariamente bellos y difíciles de olvidar.

Uno de los aspectos dramatúrgicos más interesantes es como se sitúa el personaje de Gioconda con respecto a los acontecimientos, siendo víctima de una oscura y pervertida intriga en la Venecia renacentista imaginada por Victor Hugo. Ella vive constantemente, como su autor musical, en un estado de marginalidad, huyendo (como escribe brillantemente Francesco Cesari en su ensayo dentro del programa de mano de La Scala) de los centros del poder y de la historia que la rodean. Una marginalidad que la hunde en una periferia de afectos privados, llena de contrastes y que no pueden que llevar al final trágico del suicidio. A esto se añaden las nunca banales irregularidades formales que caracterizan la partitura de Ponchielli con la presencia continua de fraseos desiguales llenos de acentos alterados, de melodías nunca planas y de un uso de la armonía tan peculiar como inquieto. Aspectos que son la cifra de esta obra y que la convierten en una pieza clave en el repertorio operístico italiano decimonónico.

La Gioconda

Un momento del primer acto de La Gioconda © Brescia e Amisano, Teatro alla Scala.

Para poner de relieve y valorizar todas sus peculiares características musicales y dramatúrgicas es necesario un trabajo muy cercano y preciso entre el director musical, el director de escena y el reparto. Algo que no siempre se consiguió en la nueva producción de la Scala. La primera responsable fue, sin duda, la puesta en escena de Davide Livermore que quiso basar su trabajo esencialmente en una descripción fantástica y casi onírica de la ciudad de Venecia, trabajando muy poco en la actuación de los intérpretes y llenando el escenario de imágenes fantasmales que no servían a entender mejor el argumento, sino por lo contrario a complicarlo aún más.

Dejando de lado la esperpéntica idea final de dejar de pie a Gioconda después de su suicidio sin que sepamos si está verdaderamente muerta —de esta forma anulando por completo la fuerza dramática que tiene el hecho de que la noticia que el malvado Barnaba le ofrece sobre la muerte de la madre ciega llega siendo ella ya cadáver—, todo el espectáculo quería sobre todo impresionar a nivel escénico y visual (gracias a las interesante ideas de Gió Forma) trabajando poco las peculiaridades dramatúrgicas y siempre de forma superficial y poco interesante.

La Gioconda

Un momento del «Baile de la horas» en el tercer acto de La Gioconda © Brescia e Amisano, Teatro alla Scala.

Algo mejor fue la dirección musical de Fréderic Chaslin que consiguió una interpretación ajustada de la partitura con momentos más logrados que otros y una eficaz gestión de los planos sonoros. Se echó en falta sin embargo la capacidad de poner en el justo relieve las irregularidades geniales de la partitura, que son su riqueza, como una eficaz relación entre el foso y el escenario.

La Gioconda

Roberto Frontali y Saioa Hernández en el cuarto acto de La Gioconda © Brescia e Amisano, Teatro alla Scala.

Dejados solos, los intérpretes de distinguieron sobre todo por sus cualidades personales. Los mejores fueron sin duda el Alvise del bajo Erwin Schrott, capaz de sacar a luz perfectamente la perversa y despreciable actitud del personaje, gracias también a una voz potente y adamantina y Daniela Barcellona, una excelente Laura sea en lo vocal, sea como presencia escénica. Saioa Hernández no siempre consiguió abordar de forma completamente convincente el difícil personaje de Gioconda que requiere una voz y una intensidad interpretativas fuera de lo habitual. Sin embargo, lució seguridad vocal y un timbre siempre adecuado a las diferentes situaciones dramáticas. Stefano La Colla (que subsistía a Fabio Sartori) fue un digno Enzo y poco más, mientras que convenció menos el barítono Roberto Frontali, quien pese a ser vocalmente correcto fue incapaz de transmitir la fuerza y la maldad del personaje de Barnaba, que anticipa figuras trazadas por el libretista Boito en ópera posteriores, como Paolo en la segunda versión del Simon Boccanegra o Jago en el Otello de Verdi.

Buena la prueba de Anna Maria Chiuri en el papel de La Cieca. Excelente la prueba del coro dirigido por Alberto Malazzi así como de la orquesta, mientras que fue poco relevante la realización del famoso Ballet de la Horas del tercer acto con una coreografía bastante anodina de Frédéric Olivieri.

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