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A la felicidad por la patente del pop festivalero

En Música 7 agosto, 2014

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

La institucionalización del extendido fenómeno de las grandes citas al aire libre está delimitando también unas formas muy concretas de componer y disfrutar de la música pop.

En medio de la insondable ensalada de micro estilos y denominaciones genéricas que el pop y el rock foráneo van generando en las últimas temporadas, sin duda prosperaría una etiqueta que aglutinase aquellos modos de hacer que parecen estrictamente tallados al molde de los grandes festivales. Las citas masivas a cielo abierto se han convertido ya (en detrimento muchas veces de las programaciones de salas urbanas de medio y pequeño aforo) en esa gran pasarela por la que desfilan los valores más seguros de nuestra escena y de la de fuera. Y para quienes por imperativos laborales llevamos ya varios años metiéndonos entre pecho y espalda el grueso de las ofertas más cercanas (en la Comunidad Valenciana, la triple B que encarnan de forma consecutiva Benicàssim, Benidorm y Burriana), nos vemos a menudo invadidos por una sensación de dejà vu que no tiene tanto que ver con el mimetismo de ciertas propuestas como con la participación en común de muchas premisas que un buen número de grupos comparten, ya sea sobre un sostén sintético u orgánico, que eso al final ya termina por ser lo menos relevante.

Es curioso ver cómo muchas bandas que en su momento se vieron abonadas al fenómeno del hype (en una acepción que no es precisamente la que ilumina a esta revista, sino otra más revestida de oportunismo mediático), mantienen el menguante crédito que les queda desde la caja de resonancia que ofrecen los escenarios principales de cualquier festival. Ese es el caso de los Klaxons, Editors o The Wombats. Ninguno de ellos está en condiciones de revivir el efervescente estado de forma de sus primeros álbumes. Pero el formato comprimido de los sets festivaleros (menos de una hora) y el superávit de volumen que otorgan les permiten ir sobreviviendo con cierta holgura, prolongando el espejismo (en connivencia con la antología del tópico-cuando no del despropósito-servida por muchos medios generalistas) de que aún son relevantes. Editors, por ejemplo, llevan varios años haciendo el mismo concierto. Con el mismo breve manojo de temas.  Y al margen de que sobre un escenario sean los más solventes de ese lote, la cosa les funciona. Es el festival como método de supervivencia. Algo sobre lo que las nuevas generaciones de bandas toman buena nota.

Otro signo de los tiempos es el escozor maximalista que parece guiar los pasos de muchas formaciones que han medrado en el último lustro. En connivencia con la desaforada exaltación del egotismo tan propia de estos tiempos de redes sociales (cuando ansiamos algo tenemos “ganazas”, cuando lo codiciamos hablamos de “envidiaca”, y cuando emprendemos cualquier faena con algo de ímpetu lo hacemos “como si no hubiera un mañana”), muchas bandas destilan una interminable retahíla de estribillos que se pretenden bigger than life. Melodías extasiantes perfectamente delineadas para prolongar el embeleso estival. Pildorazos que exhiben una abrumadora exaltación de los sentimientos, desde un prisma ciertamente elemental.

El fenómeno ha sido tan alimentado por la sobredosis de épica de estadios (desde la alargada sombra de Arcade Fire al rock tabernario de Kaiser Chiefs: los dos extremos de la balanza en una escala de finura) como por las cualidades euforizantes de ese dance pop (con un ligero toque africanista, que queda muy pintón) que grupos como los irlandeses Two Door Cinema Club se han encargado de propagar a la velocidad de la luz desde hace un lustro. Y sin olvidarnos del influjo paralelo de los galos Phoenix, aún mayor en según qué enclaves.

Sobre el primer factor, hagan la prueba: si se papean entero cualquier festival, cuenten el número de canciones que contienen un uuoooo, un lalalala o un paparapapa, todos ellos muy coreables. Se sorprenderán. Incluso bandas estatales como los ya enojosos Love Of Lesbian han incrementado descaradamente ese porcentaje: un amigo residente en Burriana nos comentaba que su concierto del Arenal Sound se sustanció de forma casi exclusiva en aquellas canciones sobre las que él mismo aplica la tecla skip de su reproductor de CDs. Lógico. Llevaba años sin verles, claro.

Sobre lo segundo, la tiranía del bombo a negras (con su machacona insistencia) arrincona cualquier esbozo de disidencia desde la sutileza, la sinuosidad o la aflicción. A menos que uno tenga el crédito de luminarias como Massive Attack o Portishead, tan por encima del bien y del mal. El 95% de nuestros festivales no son lugares para el slowcore, el folk lánguido o la electrónica minimalista, desde luego. Y es muy poco lo que separa a los daneses Reptile Youth de los finlandeses Satellite Stories, los suecos The Royal Concept o los noruegos Kakkmaddafakka: todos formaron parte de la oferta del Arenal Sound en 2013 con sus bailables propuestas, de perfil creativamente  poco exigente y contoneo fácil. Y alguno de ellos ha repetido este mismo año, engrosando una nómina que los islandeses FM Belfast o la danesa Karen Marie Orsted (MO) han ampliado a otras citas. Porque no hay nadie mejor que los escandinavos para vender sucedáneos musicales en serie. Y en esta clase de eventos, más vale un sucedáneo en mano (por reiterativo que pueda resultar) que un fino estilista volando.

Precisamente esa inmisericorde cadencia del bombo festivalero puede ayudar a entender el éxito de bandas como los madrileños Izal, uno de los nombres omnipresentes en esa cartografía a la que prácticamente ninguna gran capital de provincia española queda inmune. Y es que si hay algo que también evidencian nuestros festivales es el doble ancho de vía por el que circula el pop independiente en nuestro país, en una secuencia que ellos mismos se encargan de alimentar ad infinitum. Mientras las hordas del indie más esterilizado e inocuo congregan multitudes enardecidas en horario estelar (los Izal, Vetusta Morla, Love of Lesbian o Lori Meyers), toda una pléyade de bandas con argumentos más sólidos se pasea por recintos semivacíos y abrasados aún por el sol (El Pardo, Triángulo de Amor Bizarro, Pony Bravo). Pero el grueso del público es soberano, claro está. Y el ciclo no tiene visos de enderezarse mientras la joven clientela de los primeros siga dispuesta a degustar el mismo plato una y otra vez, por muy recalentado que se les sirva.

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