La clemenza di Tito de Mozart, ópera elegida para la inauguración de la temporada 2025-26 del Teatro La Fenice, sigue siendo una de las obras menos conocidas del compositor de Salzburgo. De hecho, no es menos importante que otras más famosas. No es solo el retrato de un soberano ilustrado, sino un auténtico caleidoscopio de personajes atrapados entre pasiones, contradicciones y fragilidades, en relación con sentimientos esenciales como la amistad, la lealtad y el amor.
Estos elementos ya estaban presentes, aunque de forma más esquemática, en la versión del libreto 1734 escrito por Pietro Metastasio; sin embargo, se amplifican de manera decisiva en 1791, cuando Mozart pidió al poeta Caterino Mazzolà reformular el antiguo dramma per musica y convertirlo en una “verdadera ópera”. Esto supuso reescribir y añadir secciones para adoptar formas y estructuras propias del dramma giocoso, haciendo que la acción avanzara con mayor fluidez y cercanía.

La escena final del primer acto de La clemenza di Tito © Michele Crosera.
El resultado es una obra de una fuerza extraordinaria, donde la dramaturgia respira con naturalidad y los personajes adquieren un relieve psicológico que no desentonaría en un drama shakespeariano. Todos ellos viven en un territorio de ambigüedades, impulsos y dudas; incluso Tito —ideal del poder justo— se enfrenta sin descanso a las pasiones humanas que condicionan tanto su autoridad como su forma de ejercerla. En este sentido, La clemenza di Tito es mozartiana por completo: cada figura se ve obligada, por decisión o por fragilidad, a adoptar una máscara, que no oculta tanto como revela una fisura interior, la presencia constante de una dualidad que pone en cuestión la unidad psicológica de cada personaje.

Anastasia Bartoli en el segundo acto de La clemenza di Tito © Michele Crosera.
La dialéctica entre el drama humano y su dimensión pública constituyó el eje de la nueva puesta en escena de Paul Curran pensada para La Fenice. Su propuesta sitúa La clemenza en una contemporaneidad algo indefinida, casi suspendida. El primer acto transcurre en un palacio-museo frío, habitado por estatuas y relieves antiguos: un espacio que evoca la tradición clásica, mientras los personajes, vestidos con ropa moderna de aire retro, se mueven con naturalidad.
Algunas decisiones —desde el diseño de vestuario hasta la escenografía de Gary McCann— no llegan a modelar realmente el espacio, aunque la intención es clara: lo antiguo permanece como trasfondo y medida, imagen de un orden ideal que contrasta con las inquietudes del presente; el lema latino Vulnerant omnes, ultima necat, presente en la parte superior del decorado, recuerda la fragilidad de la vida y la responsabilidad de las decisiones, un eco constante de los dilemas de los protagonistas.

Primer acto de La clemenza di Tito © Michele Crosera.
En el segundo acto, ese mismo museo aparece devastado por una explosión: una imagen fuerte, capaz de hacer visible la fragilidad del tejido cívico, herido incluso por un solo gesto. La idea funciona, es elocuente, mientras que resulta bastante menos convincente la aparición de Tito en una cama de hospital tras el atentado: un recurso dramático que rompe la estética general y genera cierta desconexión visual. Algo más sólido es el trabajo sobre los intérpretes: Curran cuida las relaciones, da aire a los diálogos y deja fluir el drama sin que la rigidez que a menudo pesa sobre La clemenza se haga patente en ningún momento. Lo que faltó fue, no obstante, un trabajo más sutil sobre la gestualidad en relación con el dictado mozartiano —siempre muy exacto bajo este aspecto— perdiendo así la posibilidad de un acercamiento más profundo al dictado mozartiano relacionado a la dramaturgia musical.

Cecilia Molinari, Daniel Behle y Domenico Apollonio en el segundo acto de La clemenza di Tito © Michele Crosera.
En el terreno musical, la dirección de Ivor Bolton al frente de la Orquesta de La Fenice fue sólida, aunque no siempre equilibrada. Su lectura buscó agilidad y contraste, con sonoridades limpias y flexibilidad rítmica, pero en algunos pasajes el trazo resultó algo seco, menos atento a las sutilezas expresivas de la escritura mozartiana. Aun así, el pulso narrativo mantuvo tensión y energía, en diálogo constante con la escena. Las arias se integraron bien en la acción, sin adornos innecesarios, y los instrumentos solistas ofrecieron intervenciones precisas y de buen nivel.

Daniel Behle en el inicio del segundo acto de La clemenza di Tito © Michele Crosera.
El reparto, compuesto en su mayoría por cantantes italianos, destacó por su dicción clara y un fraseo natural. La nota más débil fue el protagonista, Daniel Behle: un timbre poco incisivo, emisión fatigosa y dicción a menudo oscura. Aunque su línea de canto fue elegante, su Tito no logró imponerse ni vocal ni dramáticamente. Anastasia Bartoli, muy aplaudida, dibujó una Vitellia temperamental y de color interesante, pese a alguna aspereza en los agudos: una tesitura complicada, situada entre soprano y mezzosoprano y poco cercana. A la vocalidad mozartiana. Tampoco brilló Nicolò Balducci como Annio, con una voz clara y técnica irreprochable sin duda, pero encomendar el papel a una sopranista (pensado originalmente para un castrado, pero finalmente interpretado en 1791 por una soprano) no resultó particularmente acertada.
La verdadera triunfadora de la noche fue así Cecilia Molinari, un Sesto de gran autoridad: voz ágil, controlada, fraseo impecable, capaz de unir virtuosismo e intensidad emotiva. Francesca Aspromonte ofreció una Servilia elegante y cuidada, mientras que Domenico Apollonio cumplió correctamente como Publio. El coro preparado por Alfonso Caiani completó la función con una actuación firme y bien resuelta que fue apreciada por el público del teatro que no dejó de apoyar la protesta de la orquesta por la elección de Beatrice Venezi como directora musical del teatro lanzando —como ocurre ya desde más de un mes en cada función— papeletas desde el gallinero y los palcos del teatro.






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