Bailar. Menear el culo entre amigos o desconocidos. Sudar. Quemar la noche hasta que amanezca. Dejarse llevar por el ritmo y abandonarse a la música. Como si el día siguiente no existiera. ¿Hay algo más liberador? ¿De verdad que no lo echan de menos?
Con el verano ya boqueando, uno añora no solo bailar, sino también el saludable hedonismo que la música de baile comporta. Sí, incluso sabiendo que cada vez se lleva más esa música para bailar con lágrimas en los ojos, que cantaban Ultravox. Ese synth pop melancólico y doliente que ha ido ramificándose en una miríada de subestilos hasta el día de hoy. Pero no, no va de eso la cosa.
Cualquier género es más que válido para desmelenarse: asistimos al hecho irreversible de que, cada semana, los garitos que en nuestras ciudades programaban música pop/rock “chapen” para transformarse en locales de salsa, merengue, reggaeton, latineo, en definitiva. Entramos en YouTube y vemos que sus canciones acumulan millones de visualizaciones. Es el signo de los tiempos.
Pero bajo el imperio del twerking, el perreo y las cadencias caribeñas —un cajón de sastre en el que hay de todo, como en cualquier estilo: canciones valiosas y otras abominables—, a uno le gusta pensar que hay géneros, como el house, que resisten como la aldea gala de Astérix bajo el yugo de los romanos. No se desvanecen sino que tan solo se transforman, y siguen trazando una línea de continuidad, sin interrupciones con lo que supuso la eclosión de tan bastardo estilo a mediados de los años ochenta.
Por mucho que su imagen haya llegado tan distorsionada hasta nuestros días como para que muchos la subsuman (con razón) en muzak para garitos cool, en soma devorada por gallitos de extrarradio en sus pavoneos de fin de semana. Ay, ¿quién iba a decir que housero acabaría siendo un epíteto peyorativo?
Puestos a ponernos pejigueros, al igual que podemos decir que ni el trap ni el reggaeton nacieran ayer (ambos llevan más de quince años dando guerra: ¡Oh! ¡sorpresa!), también parece razonable pensar que hay un linaje que une a Frankie Knuckles o Larry Heard (este aún facturando espléndidos discos como Mr. Fingers, ojo a su Cerebral Hemispheres de 2018) con Felix Da Housecat, Daft Punk, Deep Dish, Metro Area, Photek, Presence, Isolée, Luomo, Róisín Murphy o Peggy Gou.
Aunque lo que hace treinta años fuera una tímida bifurcación —apenas tres o cuatro ramas: el deep, el latin, el acid, el garage— hoy en día sea un plantel de músicos para quienes el house, tal y como lo conocíamos, no es más que un medio más, y rara vez un fin.
Hablando de Róisín Murphy: la irlandesa, posiblemente la gran diva de todo este tinglado, tiene su quinto álbum a punto de salir del horno, y los prometedores avances muestran lo que siempre ha sido de perogrullo pero rara vez se resalta: que el house es hijo directo la música disco.
Como la gastronomía en cualquiera de sus vertientes, el house —el que vale la pena, no el sucedáneo— se ha ido sofisticando con el tiempo, y eso también redunda en que hoy en día sea una música tan adecuada para bailar como para disfrutar en la intimidad del hogar, en un mullido sofá.
Influye también la geografía, claro: no es lo mismo la elegante voluptuosidad de la escuela francesa (el french touch que descorcharon Motorbass, Daft Punk o Cassius) que la contención y el detallismo microscópico germano que reinó posteriormente (Michael Mayer, Isolée, sellos como Kompakt o Playhouse, el sonido de Colonia y el de Frankfurt) en media Europa.
Y la propia evolución del género ha ido favoreciendo que en los últimos años prolifere la etiqueta de house de autor, algo así como su particular nouvelle cuisine: básicamente, lo que hace Nicolas Jaar en su proyecto Against All Logic, Dan Snaith (o sea, Caribou) como Daphni, el magistral DJ Koze, Gabe Gurnsey o Moodyman.
Lástima que para algunos de ellos (los dos primeros) sean proyectos paralelos, exquisitos divertimentos ensombrecidos por su marca primordial. Es el house como parque recreativo. Que tampoco está nada mal.
Más nombres que añadir al listado de regeneradores del house, aunque todos se alimenten —en mayor o menor medida— de otros lenguajes, desde las grandes producciones al lo fi house de hechuras domésticas; desde sellos potentes a soundcloud: Ross From Friends, Parcels, Maya Janes Cole, Theo Parrish, Factory Floor, The Blaze, The Magician, Disclosure, The Blaze, Mura Massa, Bicep o los siempre impecables Junior Boys: hay que ver cómo se nota la mano de Jeremy Greenspan en los dos extraordinarios últimos largos de Jessy Lanza. A ver cuándo se animan ellos a darle continuación a su impecable saga.
Y luego están los sellos, una ensalada de pequeñas discográficas que es como un surtido de golosinas a la puerta de un colegio, un menú pantagruélico que requiere mucho tiempo para ser catado y deglutido, pero depara no pocas agradables sorpresas.
Ya sea desde Londres, Amsterdam, Bruselas, Berlín, Los Angeles o Portland, que para eso el estilo está más deslocalizado que nunca. Brainfeeder, Defected Records, Potion, Pampa Records, Italians Do It Better… mucho donde escoger, mucha tela que cortar, mucho material en el que sumergirse y al que abandonarse dócilmente.
Porque el (buen) house sigue siendo terreno abonado para el misterio, la sensualidad, la nocturnidad, la pasión desbordada, la luz o la oscuridad (sí, ambas). Terreno abonado para ese escapismo que tan buena falta nos hace ahora mismo.
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