El debutante Laszlo Nemes llega a los cines españoles tras recibir la aclamación de toda la industria por su primer largometraje. Es osado colocar etiquetas mayestáticas con demasiada frecuencia, pero está el cine a tan altas cotas últimamente que los podios cambian de campeones casi sin que nos demos cuenta. Son of Saul, que se estrena en salas españolas este viernes, es uno de esos largometrajes que huele a medalla de oro a apenas diez minutos vista de haber dado comienzo la proyección.
Son of Saul es el debut en largometraje de un otrora ayudante de dirección del reputado realizador húngaro Béla Tarr, Laszlo Nemes. Su película está ambientada en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau -algo que no se especifica en el filme- y retrata el funcionamiento de los sonderkommandos, unas unidades de trabajo formadas por judíos y no-judíos que operaban las cámaras de gas y los crematorios.
La aproximación que Laszlo Nemes hace en Son of Saul es un marcaje al hombre; adhiere la cámara a su protagonista y el resto de la contienda deja que se desarrolle fuera de plano, en el difuminado entorno del rostro de Saúl, un judío húngaro perteneciente a uno de los sonderkommandos. El horror del Holocausto queda entonces en un segundo nivel del relieve, y es precisamente esa característica la que hace que los eternos planos-secuencia se sientan tan angostos y aterradores.
La escena que abre la película enfoca un bosque tranquilo, pero es aparecer la figura de Saúl y comenzar el alboroto. Toman protagonismo un decrépito desfile de futuros cadáveres, el sonido de los disparos aleatorios a quemarropa y la organización moribunda del campo. Desde ahí, y hasta el cierre a créditos, Son of Saul no se aleja del terror en ningún momento.
Y las palabras no son necesarias. Saul choca involuntariamente con un soldado y su reacción es la de plantarse firme, quitarse la gorra y agachar la cabeza. Es un detalle insignificante que sin embargo tiene una trascendencia clave, porque da a conocer el currículum del protagonista. Qué clase de calamidades habrá vivido Saul como para automatizar esa respuesta física a un simple encontronazo. Lo desconocemos, pero el instinto nace de la experiencia de un peón en la fábrica de las matanzas.
Mientras tanto, el fondo desdibujado del filme coopera para que imaginemos: cuántos judíos van directos a las cámaras, qué clase de estupidez habrá hecho tal individuo para merecer un disparo en la cabeza y quiénes son los malos y los buenos en el caos de un infierno de sangre inocente y polvo humano.
Claro que la fidelidad de Nemes a su estilo formal no hace que el retrato de Auschwitz-Birkenau se sienta menos ineludible que clásicos más épicos en escala, sean estos ficción o documental, sino que su concreción lo convierte en un trabajo de proporciones aún más mayúsculas. Porque su coherencia, si acaso, legitima la subjetividad del acercamiento e impide que el filme se sienta como un capricho estético adscrito a la robotización de la planificación. Una única escena de los primeros diez minutos en la que Saul bordea a unos compañeros para acercarse a la cámara delata cierto antojo por alargar el plano, pero nada que desbarate el que es un largometraje único y excepcional.
Son of Saul no tendrá problemas en figurar como uno de los grandes filmes sobre el Holocausto, si es que esa medalla merece la pena lucirse, mientras que los espectadores tendrán que volver a lidiar con los debates humanos que levitan, cual fantasmas, por los escenarios de la película. Porque la deshumanización del individuo, la clase obrera del Mal y la búsqueda de una reválida moral por parte de los condenados son sólo el polvo sobre la superficie de una tierra polaca (y universal) que todavía está lejos de poder permitirse olvidar la barbarie.
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