La serie de HBO creada por Lena Dunham acaba de cerrar la que es, casi seguro, su mejor temporada hasta ahora.
En un complejo alejado del ajetreo neoyorquino, Hannah (Lena Dunham) comparte con su madre un fin de semana de retiro espiritual. Pero los zumos de color verde y las cenas bajo pérgolas primaverales con mujeres que esconden sus problemas son elementos que, evidentemente, van en contra de la burbuja neoyorquina en la que Hannah se ha desenvuelto en sus peterpanescos últimos años de vida.
Esa burbuja, ya conocemos, tiene pocos rostros de complicidad que aguanten a Hannah. Qué demonios, ni tan siquiera los espectadores de Girls la soportan.
Por esa razón, Nueva York es el perfecto enclave donde no perecer ante el odio de los demás. Los camaleones pueden refugiar sus excentricidades entre el resto de la jauría, porque el zoo no está regulado. La ciudad de los vanguardistas, que es lo que Hannah siempre ha creído ser, nunca ha sido muy de normas.
En ese contexto, hay un palabro inglés que le viene perfecto a Hannah: tal y como sus colegas, se cree entitled. Se cree que tiene derecho a. A recibir, a enfadarse. También, a usar el móvil en el retiro espiritual al que va con su madre y en el que los aparatos electrónicos están prohibidos.
Porque una vez alejado el plano del abarrotado callejero metropolitano, la personalidad de Hannah choca con más fuerza que nunca. Es más difícil camuflarse entre el resto y más fácil que señalen lo reprochable de su carácter. De ahí que en el momento en el que una profesora de yoga se pone de parte de Hannah—y le dice precisamente lo que quiere escuchar—, Hannah vuelve a recuperar el poder que creía haber perdido. Baila descontroladamente, se levanta de una cena porque no aguanta una conversación y se lía con, claro, la profesora de yoga.
Pero aquí entra en consonancia algo que pone de manifiesto las carencias emocionales (y sociales) de una generación cuyas acciones se deciden por destellos, se toman por atajos y acaban en desastres.
En el momento en el que Loreen (la madre de Hannah) le dice a esta que es incapaz de amar a alguien que sea bueno con ella, una de las primeras reacciones de la hija es comerle el coño a la profesora de yoga que se había portado bien con ella.
En un capítulo posterior, Hannah se queda tirada en una vía de servicio y Ray (Alex Karpovsky) acude en su ayuda. Para devolverle el favor, Hannah le practica una felación.
Marnie (Allison Williams), que necesita unas horas lejos de su marido, acaba pasando el día con su exnovio Charlie por las calles de Nueva York. Tras una noche de sexo sin protección, Marnie se levanta al día siguiente para descubrir que Charlie es drogadicto.
Shoshanna (Zosia Mamet), que no tiene claro si quiere volver a Estados Unidos, decide quedarse en Japón para trabajar en un café con gatos (?) y salir con un excompañero de trabajo. A las pocas semanas, su antigua jefa va a visitarla y Shosh confiesa entre lágrimas que echa mucho de menos su hogar y que quiere volver.
Jessa (Jemima Kirke), que ha empezado una relación con Adam pese a que es el exnovio de su amiga Hannah, se carcome por dentro porque no tiene claro cuáles de las justificaciones que se da a sí misma tienen legitimación y cuáles la convierten en una zorra.
Todos esos breves extractos de esta quinta temporada de Girls dicen mucho acerca de los problemas que tienen los personajes a la hora de reaccionar a los puntos de inflexión de sus vidas.
Las protagonistas de Girls son narcisistas, egoístas e insoportables, pero también tienen carencias emocionales con las que resulta fácil empatizar. Aunque sus decisiones no lo demuestren, lo cierto es que Hannah, Marnie, Shosh y Jessa tienen una conciencia emocional bastante compleja.
En el abrumador contexto neoyorquino en el que viven entran en conflicto la falta de trabajo —o la búsqueda de un propósito–, la competitividad laboral —o la envidia hacia los que logran sus sueños—, el paso del tiempo —y la falta de metas alcanzadas hasta el momento— o la corrección política —y la necesidad de pausar antes de cada diálogo.
Estas dificultades se entremezclan con los contextos familiares superprotectores de sus adolescencias y atormentan las psiques de los protagonistas, que derivan solos y taciturnos por las calles de una ciudad que suele ser demasiado (too much). Y es esta una presión generacional que impide la búsqueda de soluciones racionales (o emocionalmente razonadas), porque entre tanto alboroto es más fácil (y accesible) reaccionar con lo primario.
Es más fácil deducir que si le como el coño a una desconocida o le chupo la polla a mi amigo estoy equilibrando la balanza de favores. Es más fácil saber que si le he puesto los cuernos a mi marido con un drogadicto es porque tengo que pedir el divorcio. Es más fácil volver a casa cuando lloras y una amiga le da significado nostálgico a tus lágrimas. Y es más fácil destrozar los muebles y follar hasta el amanecer cuando no sabes si eres una zorra o una buena amiga que intentó mantener la relación con Hannah hasta el final.
En un contexto tan abrumador, que los personajes respondan de formas tan antagonizadas no se traduce, única y exclusivamente, en la falta de empatía o de respeto por el género humano. Muy al contrario, lo que justifica son las dificultades de una generación con graves problemas a la hora de lidiar con las vicisitudes emocionales de un mundo complejo.
Las chicas de Girls pueden ser demasiado millennials, pero sus problemas son más reales que lo que el odio que les debemos puede explicar. Y el hecho de que nos repelan y aun así sigamos viendo cada temporada nos deja una conclusión: es demasiado fácil criticarlas como para pensar la verdadera razón por la que deberíamos dejar de ver Girls. O, acaso, la verdadera razón por la que seguimos viéndola.
Quizá, sólo quizá, es porque nos estamos mirando en el espejo.
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