Vértice publica un estuche con cinco títulos de la primera etapa del cineasta estadounidense Richard Fleischer (1916-2006). Son películas modestas y balbuceantes, pero con momentos que anunciaban un futuro gran director.
Comenté meses atrás dos películas primerizas de Don Siegel (1912-1991). Siempre me ha interesado bucear en los años jóvenes de grandes cineastas. En ocasiones la tarea es complicada porque algunos de esos títulos no son fáciles de revisar (o de ver por primera vez), al no existir ediciones en vídeo y a que las televisiones y las filmotecas rara vez los proyectan (o no lo hacen nunca). Por eso me llevé una alegría cuando vi en los estantes de unos grandes almacenes un estuche (¿por qué decir pack cuando se puede decir caja, envase o estuche?) editado por Vértice con cinco de las primeras películas de Richard Fleischer: Bodyguard (1948), Ven tras de mí (1949), Acusado a traición (1949), Asalto al furgón blindado (1950) y Testigo accidental (1952). Todas pertenecen a la llamada serie B. En los próximos meses me dedicaré a la caza de filmes iniciales de Jean Renoir, John Huston, Vittorio de Sica, Robert Wise, John Sturges, Blake Edwads, Chabrol, Monicelli, Michael Powell, Ladislao Vajda… Tengo trabajo por delante.
Bodyguard dura tan solo 62 minutos y está protagonizada por el estólido Lawrence Tierney en el papel de un policía violento. Acusado a traición (63′) narra los esfuerzos de un excombatiente amnésico por recuperar la memoria y defenderse de las acusaciones por las que le persigue la policía (no solo la policía). Ven tras de mí (59′) cuenta las pesquisas para descubrir a un asesino en serie. Asalto al coche blindado (67′), rodada en localizaciones reales de Los Ángeles, tiene un tono enérgico y trepidante. Testigo accidental (71′) es una película de trenes y testigos protegidos, que tuvo en 1990 una nueva y más ricachona versión, dirigida con buen pulso por Peter Hyams.
Ven tras de mí (Follow Me Quietly) es, con Asalto al furgón blindado, la más interesante de las cinco del estuche. Tengo a Richard Fleischer por uno de los indiscutibles de los años 50-60, con películas admirables como Veinte mil leguas de viaje submarino (1954), La muchacha del trapecio rojo (1955), Los diablos del Pacífico (1956), Duelo en el barro (1958), Los vikingos (1958), Barrabás (1962), Viaje alucinante (1966), El estrangulador de Boston (1968), Fuga sin fin (1971), El estrangulador de Rillington Place (1971) Los nuevos centuriones (1972), Cuando el destino nos alcance (1973) o Mandingo (1975, a la que tanto debe el Tarantino de Django desencadenado 2012). Pocos cineastas pueden presumir de una filmografía tan brillante como la de Fleischer, director apreciado por la crítica y los cinéfilos “pata negra”, pero no como verdaderamente merece. No creo que el interés de la carrera del irregular y mitificado John Huston (a veces fascinante: La jungla del asfalto, 1950), El hombre que pudo reinar, 1975, Dublineses, 1987; otras, chapucero: La burla del diablo, 1954, El juez de la horca, 1972, Phobia, 1980, Evasión o victoria, 1981) sea superior a la de Fleischer.
Decía que Ven tras de mí es una de las más interesantes del lote de Vértice. Siendo aún algo balbuceante y con una producción muy modesta, es un atractivo boceto del magistral díptico posterior de Fleischer sobre estranguladores, las ya citadas El estrangular de Boston y El estrangulador de Rillington Place. La mejor secuencia de esta primeriza película de 1949, situada al final de la historia, deja claro el talento de su director para crear tensión recurriendo a elementos visuales sencillos, pero magníficamente potenciados por la puesta en escena: el asesino, al que los espectadores no hemos visto el rostro todavía, cruza la calle solitaria a plena luz, con la cabeza gacha, en dirección a su vivienda, donde sin él saberlo le espera una pareja de policías. Se detiene a medio subir los escalones de acceso a su patio. Plano fijo y estático. Silencio. Ni música ni ruidos ambientales. La cámara, inmóvil durante unos segundos, frente al actor. Somos testigos de un momento clave. Poco a poco el killer levanta la cabeza, que protege con un inquietante sombrero de ala ancha. Vemos a un hombre común, vulgar. Su mediocridad física de ciudadano sin relieve es la máscara perfecta del monstruo. El asesino en serie olfatea el espacio. Su instinto de animal depredador le ha avisado del peligro. Da media vuelta y comienza a correr con desespero hacia algún tipo de escondrijo, con los policías –que vigilaban la calle desde la vivienda del portero- persiguiéndole a toda pastilla.
Un pasaje de gran cine de un joven director –tenía entonces 33 años- que con el tiempo, en las décadas siguientes, iba a realizar un montón de grandes películas gestadas en el Hollywood de la posguerra, al que en la España del franquismo se denostaba en algunos círculos por motivos ideológicos. Sí, estoy hablando del Hollywood de Ford, Lang, Hitchcock, Hathaway, Cukor, Mankiewicz, Billy Wilder, William Wyler, Preminger, Leo McCarey, Jerry Lewis… En fin, todos hemos sido infantilmente sectarios en algún momento de nuestras vidas.
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