Bertolucci sigue en su tercera fila, admirándose de haber asistido a una de esas películas que él querría hacer, y en algún momento se le ha olvidado cómo. Todo comienza con la palabra FINE, sobreimpresa en el crema desvaído de la llanura agostada próxima a un cementerio burgalés de guardarropía. Se apagan las luces del proyector. Con tantas cosas como lleva en la cabeza, entre ellas ajustarse el chambergo para sumergirse en la calle emperifollada por las navidades romanas de 1966, Bernardo casi no repara en que su amigo Dario Argento está en la cabina de proyección haciéndole señas para que suba. Arriba se lleva otra sorpresa. El director de la odisea llamada Il buono, il brutto, il cattivo que acaba de ver en pantalla, se llama Sergio Leone y está allí mismo supervisándolo todo. ¿Le ha gustado mi película? pregunta. Me gusta como filma a los caballos. Nadie más los filma de espaldas. Sergio se le queda mirando, Dario sonríe para sí. Lleva años hablando de cine con el maestro Leone sin llegar nunca a inmutarle, y el poeta Bertolucci lo ha logrado a la primera.
La secuencia ya es otra, al igual que la luz. La primavera se anuncia por las ventanas de lo que hoy es Via Lisippo y entonces una amalgama de calles sin nombre. Sergio Leone no solo se ha mudado allí, sino que ha decidido también dar el salto a América, y América le ha dejado carta blanca para hacerlo. A Leone se le ha ocurrido cocinar para ello la madre de todos los westerns: Hasta que llegó su hora. Para ello se ha querido rodear de la efervescencia de la sangre joven y ha contratado al pack Bertolucci-Argento, para entre los tres jugar un ping pong creativo, a fin de entre todos ir suministrando ideas al conjunto. Dario es hijo del jefazo que supervisa la exportación de filmes italianos al extranjero; Bernardo es hijo del poeta y corresponsal Attilio Bertolucci, que le ha contagiado el afán por las palabras, y de la mano del cual ha llegado a relacionarse con gente como Pasolini. Pasolini es importante en su formación, por cuanto le abrió la puerta a la ayudantía y después a la dirección. El primer intento de Bernardo, La commare secca es tan deprimente como celebrado, pero en su intento por ir despojándose de las vestiduras e influencias del mentor, Bertolucci se ha dejado la inspiración, y el contrapeso que es el público, de momento ni está ni se le espera. Solo Via Lissipo y las visitas de cada tarde para suministrar ideas, motivaciones, situaciones, tiros al aire la mayoría. Sergio y sus ayudantes se persiguen por los enormes corredores de Villa Leone, observados por láminas de Chirico, Chagall y Monet, apuntándose con colts de atrezzo y disparándose escenarios y réplicas. El trabajo es lo suficientemente abstracto para que los diálogos tarden más en aparecer.
Y en uno de estos, en un requiebro suficiente para evitar las balas de Argento, Bernardo se sobresalta por dos cosas. De repente, ha dejado de escuchar los pasos atropellados de su amigo y ha ido a toparse con un rostro que le suena, pese a llevar un disfraz imposible, compuesto de túnica blanca sujeta a la cintura dejando torso al aire y pelucón estrafalario que le cuelga más allá de los hombros. Pero no hay duda posible. Si no es él, es un sosias de Brando. ¿Marlon Brando en uno de los pasillos de Villa Leone? La figura imposible le pregunta a Bernardo si es Bernardo, y todo en un trasteverés perfecto. Bernardo tiene acumulados 30 años de edad y casi nunca se ha amilanado por nada. Responde preguntando:
-¿Qué demonios haces aquí, Marlon?
-Ahora trabajo en Europa, Bernardo. Tengo un amigo, Christian (Marquand), que me ha pedido el favor de participar en un encargo suyo llamado Candy. Te prevengo, Candy es una mierda, pero hacemos el favor a mi amigo, él cobra su porcentaje y puede ir tirando, y yo puedo estar con él en Roma durante unas semanas.
-¿Y tu papel es?
-Soy un gurú, pero no me preguntes más porque solo me he aprendido mis líneas. De hecho, tengo ganas de retirarme y me molestaría que fuera de esta forma.
-¿Por eso has venido a ver a Sergio?
-No, a Bernardo.
-¿Qué puedo hacer por ti salvo decirte que sí, que soy Bernardo?
-Mira, Bernardo. Candy es una mierda y este papel que hago lo es por partida doble, pese a ser un favor, o quizá por eso. Pero anoche fui a una fiesta en honor mío y de Luna, que es la modelo más alta del mundo, y a la que intento hace una semana llevar a mi cama de hotel, que es una de las más pequeñas en las que he dormido. Anoche casi lo conseguí, pero terminé extremadamente borracho en mi cama y vestido como en Candy.
-Fuiste así a la fiesta.
-Así fue y así fui, pero eso no es importante. El caso es que soñé algo tan extraño como pueda soñar cualquier gurú que se precie. Vi como atajos que me llevaban antes de tiempo al futuro.
-Viste tu futuro.
-No, Bernardo, espera. Me han dicho que tu cabeza es rápida pero ahora esto no nos sirve. En los requiebros vi a un joven no tan joven que echaba de menos sus ideas, al no terminar de decantarse por ninguna.
-¿Y que hacía?
-Colaborar en un western para un chupasangre que igual no se lo reconocería, y entendiendo que esto le llevaría al atajo de otras colaboraciones sin salida.
-¿Y luego?
-En otra vuelta del camino del futuro vi como un día ya no apareciste por allí (no te desvelo nada grande si te digo ya que tú eras el chico de marras). El chupasangre talentoso no te reclamó, ya tenía suficientes referencias e ideas para echar a andar su proyecto. Ese día rebuscaste entre papeles y encontraste dos adaptaciones, Dostoievski y Moravia. La segunda (El conformista, 1970) te ayudó a volver a sentirte en la buena dirección.
-¿Y entonces?
-Entonces allí estaba yo.
-¿Tú? ¿Brando?
-Brando. Un poco más gordo, un poco más calvo. Pero estaba a mano. Tu querías sacar adelante algo más rompedor, una de esas ideas llevadas al límite que tanto te gustan (El último tango en París, 1972). La hicimos con casi nada, y la cargamos de tanta buena y mala intención, y nos la envolvieron de un papel tan sugerente y prohibido, que medio mundo después quiso verla.
-Quisieron ver nuestra película. Parece sorprendente, ¿no?
-A mí ya no me sorprende nada. Si acaso que me hicieras hacer de mí. No soy un gran ejemplo, ¿sabes?
-No me detuve allí, supongo.
-No, luego quisiste contar la historia de tu país recién nacido (Novecento, 1975) y para ello usaste todo tipo de metáforas y política. No sabía que os llevabais tan mal entre los italianos. Incluso colgaste a mi amigo Burt Lancaster de un pajar, y al pobre Donald Sutherland lo sacaste lo más odioso posible. Te pasaste de minutos y aun así valió todo la pena.
-Entonces la cosa funcionó.
-Funcionará. Pasaron y pasarán a mencionarte en la misma frase que a Fellini, Rossellini, Visconti, Antonioni y…
-Mi amigo Pier Paolo.
-Incluso te dieron y darán uno de esos Oscar de la Academia (El último emperador, 1987). Supiste amoldar tu lenguaje a los fuegos artificiales que ellos esperan. Entonces fue cuando dijiste que habías venido para quedarte, para mamar de la gran teta de Hollywood el mayor tiempo posible.
-Y no fue (o será) así.
-Tus ideas son hermosas, pero no puedes convencer de ellas a todo el mundo. Marchaste al desierto para adaptar a Paul Bowles (El cielo protector, 1990), pero por el camino se las hiciste pasar canutas a Debra Winger.
-No la conozco.
-Aún no la conoces. Muy bella. Como Liv Tyler, como Eva Green. Personajes que parecen rimar con esa idea que tienes encasquetada de fuerza e independencia. Hiciste cosas bonitas con ellas y con el escenario, al menos mientras la pasta duró.
-¿Dejarán de confiar en mí?
-Tu seguirás igual. Cambiará el modo de contar las cosas. Aunque para entonces ya estaré muerto.
-Es lo que toca en estos casos, supongo. ¿Algo más?
-Sí. Cuando vuelvas sobre tus pasos, no cuentes que he estado aquí, pues eso sería allanamiento de morada.
-Sergio es un mitómano y te disculparía.
-Y tú eres un poeta a ratos ingenuo. Otra cosa.
-Dime, Marlon. Espera… ¿Cuándo pensé yo en mi vida decir Dime, Marlon?
-Presta atención. Cuando gires el pasillo ten cuidado con Dario (Argento). Te espera agazapado para darte un susto. Se le da y se le dará muy bien.
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