Au bord du monde capta toda la belleza de París, sin ignorar la de quienes están colgando de sus bordes. Claus Drexel conversa con algunos de los habitantes de las calles de París, escuchándolos y mirándolos sin condescendencia.
¡Ah, París! Sus magníficos monumentos iluminados, sus paisajes icónicos, sus bateaux mouches llenos de turistas surcando el río Sena, pasando bajo sus puentes centenarios. Basta con mirar en ese momento hacia los lados para ver que aquellos puentes son el techo de hombres y mujeres que instalan allí sus escasas pertenencias para pasar la noche. Decenas más lo hacen en los corredores del metro, y otros tantos en algún rincón al aire libre.
Hay tantas personas sin techo en París que ya casi ni se les ve, por voluntad o costumbre (aunque las numerosas familias con bebés durmiendo en las veredas están haciendo imposible ignorarlos). Una cosa es segura: no se les oye. El parisino-alemán Claus Drexel quiso mirarlos y escucharlos, como los individuos que son. Au bord du monde (“al borde del mundo” en español; On the Edge of the World, en su título internacional) es el resultado de un año de conversaciones nocturnas en los lugares donde cada uno suele esperar el alba para desaparecer de la vista del mundo.
La belleza de las imágenes puede parecer chocante, vista fuera de contexto o incluso en el tráiler. Pero no es ni miserabilismo ni mucho menos explotación estética de la miseria lo que propone Au bord du monde, sino una mirada con empatía y sin la menor condescendencia. La imagen, fija y horizontal (desde la perspectiva de Drexel, sentado frente a sus interlocutores, lo que potencia su frontalidad), es obra de Sylvain Leser, quien ya había retratado en fotografía fija a muchos de los protagonistas de la película.
La selección del montaje final (pues los créditos confirman lo imaginable: que se filmó a muchísimas personas más de las que aparecen) impresiona por el nivel de articulación y lucidez de la mayoría de los discursos. Pero luego parece evidente. Es simplemente que la palabra, escuchada con atención y respeto, encuentra nuevamente la firmeza de su voz. Cada persona que aparece en la película es un sujeto, y no la ilustración de una propuesta fílmica. Y cada sujeto se expresa en su propia dimensión. Es esa la belleza que capta el lente de Leser: la de unos ojos que se ven reflejados en los ojos de otro, en ese intercambio tan simple de reconocimiento que permite construir la identidad. Con la belleza de París como cruel contraste y absurdo consuelo a la indigencia y sobre todo a la soledad.
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