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En el mullido diván de los Arctic Monkeys

En Música miércoles, 16 de mayo de 2018

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Conviene acercarse a Tranquility Base Hotel & Casino (Domino/Music As Usual), el sexto álbum de la que muy posiblemente es la mejor banda inglesa nacida en este siglo, con la precaución de no liarse demasiado en esas redes sociales sobre las que el mismo Alex Turner ironiza en “She Looks Like Fun”. Ni esto es el equivalente a un disco de los Last Shadow Puppets encubierto, ni es una entrega en solitario disfrazada de banda. Ni tampoco es un patinazo. Pese a que si uno rescata AM (2013) cueste creer que estamos hablando de la misma banda.

Ser un culo de mal asiento es lo que ha hecho de los Arctic Monkeys una de las marcas más prósperas y resistentes de ese pop británico que ha ido quemando hypes a la velocidad de la pólvora en las última décadas. Bajo el síndrome-del-insuperable-disco-debut, nos hemos devanado la sesera durante tantísimo tiempo en busca de formaciones bandera que al final hemos tenido que ir a buscar en otras latitudes o en otras sonoridades, más allá de algunos empeños individuales que han reclamado lugar en ese podio vacío con intermitente brillantez.

El problema de fondo – si es que lo hay – no es tanto el cambio de tercio como el constatar que quienes una vez fueron working class heroes de la juventud millenial en plena era de myspace, aquel hatajo de mocosos veinteañeros que despachaban anfetamínicos pildorazos de punk pop hablándole de tú a tú al chaval de la calle, musitando su mismo lenguaje (y recabando paralelismos con el acnéico Paul Weller de los Jam), se han convertido en atildados y solventes estetas. Quizá hasta prematuros. Ya no hay portavocía generacional que comandar.

Posiblemente ni ellos mismos la quisieron nunca: es algo constatable a poco que uno recuerde su escapada al desierto californiano de Joshua Tree o el bandazo con nocturnidad y alevosía que pegaron cuando presentaron su cimbreante último trabajo enfundados en impecable trajería. Pero el caso es que su evolución, que ahora admite clavicordios y cuerdas como elementos primordiales, pop diáfano y de tiralíneas que apela a una irreprochable distinción para abrevar en las aguas del pop de la costa oeste californiana de los sesenta y en el charme de un Serge Gainsbourg, estimula pero no enamora.

Alex Turner es un tipo sobrado de clase. Tampoco escatima un sentido del humor que frisa la autoparodia: no hay más que fijar el oído en eso de quería ser uno de los Strokes y mira en el desastre en que me he convertido. No hay nada que afear a su forma de lidiar aquí entre el sunshine pop, cierto barroquismo lisérgico y un dandismo decadente –a la par que elegante– que se transmite a las sesiones de fotos promocionales. Añadirá con “Four Out of Five” “Golden Trunks” o “Batphone” algo de munición a sus notables directos, ejemplares ejercicios de templanza escénica en los que suelen dominar el tempo con una autosuficiencia insultante, en connivencia con un repertorio que no desvela grietas.

Lo podremos comprobar en el próximo Primavera Sound. Pero su nueva apuesta, primorosa y ornamentalista hasta rozar el ejercicio de estilo, resulta tan pintona como exenta de poso. Cierto es que el listón lo mantuvieron siempre muy alto, pero el interrogante cae por a plomo, por su propio peso: ¿Nos acordaremos mucho de este disco pasados unos años, cuando giremos la vista atrás y reevaluemos su legado?

O se nos han hecho mayores antes de tiempo –que también– o somos nosotros quienes nos hemos hecho también mayores –más aún que ellos, claro– y no encajamos ya su música con el mismo entusiasmo.

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