No me gusta cómo canta. No me convence su voz. Son mohínes con los que nos hemos topado de vez en cuando. Más de un vez. Los esgrimen quienes, desde su condición de jefes de redacción, tienen el privilegio –y el deber, frecuentemente incomprendido– de decidir qué contenidos deben figurar en algunos de los medios musicales de referencia. Esa ingrata faena de criba. Ya pueden haber pasado más de cuatro décadas desde la irrupción del punk: las voces con escaso apego a la ortodoxia siguen generando cierta aversión. Incluso para quienes están más que familiarizados con los renglones torcidos.
Al final, no son pocas las ocasiones en las que una determinada forma de enunciar unos textos provoca un indefectible rechazo. Lejos de postularse como una más de las muchas variables que un discurso pop o rock puede articular (la credibilidad de sus textos, la sonoridad de sus guitarras, la relevancia dentro de su contexto), la voz sigue perfilándose como algo determinante a la hora de empatizar con según qué discursos.
Nos vemos asolados por el poderío de la voz. Hay hasta un infausto programa de televisión cuyo nombre responde a su eco. Y otro que lleva muchas más temporadas, en el que desde hace años se suele premiar el gorgorito gratuito. El alarde de efectismo vacuo. El melisma pirotécnico y ridículamente rythmblueserizado, reproducido hasta la náusea.
Se aplaude la mimética reproducción de los vicios más enquistados, en los que no se repara en que la potencia sin control no sirve para nada. Como si la transmisión de emociones, el chispazo de genio, fuera algo que pudiera educarse en una maldita academia. Algo sujeto a una envarada ortodoxia.
Echemos la vista atrás. Tenemos la suerte de regocijarnos en decenas, cientos de gargantas de timbre intransferible que no necesitaban comulgar con las reglas no escritas de los buenos hábitos de conducta vocal. Josele Santiago, Peter Perrett, Johnny Thunders, Paul Westerberg, Leonard Cohen, Fernando Alfaro, Tom Waits (en la foto), Joaquín Pascual, Mark E. Smith, Albert Plà, Lou Reed, Stephen Malkmus, Shaun Ryder, Black Francis… muchos de ellos se convirtieron en vocalistas casi a su pesar, obligados por las circunstancias, como Bernard Sumner o Tracey Thorn.
La capacidad para conmover, el pálpito de las emociones tangibles o la pericia para pulverizar diques estilísticos no entienden de academicismos. La historia del pop y del rock está plagada de gargantas heterodoxas, capaces de transmitir mil veces más sensaciones que la mitad de esos talentos que parecían nacer ya educados sobre el colchón de las buenas costumbres.
Larga vida a todos ellos. Y poco caso a los agoreros que no saben distinguir el arte de la artesanía, el singular destello de genialidad del rutinario pulso del amanuense. Quizá nunca debieron salir de su propia academia.
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