Llegamos tarde al menú y elegimos de lo que sobra, que no es mucho. Hemos quedado para explorar la posibilidad de salvar los muebles, pero hace un tiempo que no nos vemos y las palabras cruzan de uno al otro como si lo hicieran a través de esos puentes de madera y cáñamo que aparecen en cualquier abismo sin fondo que se precie.
En la mesa de al lado, se sienta una pareja más joven y, aunque solo han venido a cafetear, cada idea que se les ocurre suena como un cañonazo, pues todas y cada una hablan de opciones que nosotros ya tomamos y para mal. Ya sea cuando él menciona las oposiciones —a las que no quise presentarme—, como cuando ella habla de los críos de los que no quisiste hablar. O de las calles de la ciudad del viaje que nunca llegamos a plasmar, pues siempre habría tiempo. O de la casa de campo, o de la excedencia, o del enchufe, o del… Cada “del” es un osito que regalamos al mejor tirador de la feria, y es que éstos donde ponen la frase ponen la bala.
Cada “del” me hace levantar la voz para sincronizarla con la de cualquiera de los dos y así acallar esta gota malaya que regurgita del pasado alternativo. Al levantar la voz me obligo a adherirle anécdotas, opiniones, sentencias que suenan todas descoordinadas cuando no absurdas, pues debo acoplarlas sobre la marcha. Tú me las replicas TODAS, pues seguimos sin estar de acuerdo en más que en menos, y los tres cuartos de hora siguientes se van por el sumidero, secuestrados por una conversación que no solo no es nuestra sino que lleva al volante a la culpa que en estos casos no se diferencia demasiado de una chófer suicida.
Para cuando la otra pareja ha puesto tierra de por medio, cansada sin duda de nuestra absurda y deslavazada discusión, la cosa tiene poco arreglo. Invitas porque no quieres quedarte con la sensación de deberme nada y desapareces en dirección contraria a cualquiera de las que yo había pensado. Vuelvo a casa con la sensación de haberlo intentado todo, y solo tres terrazas más adelante me encuentro a la pareja maldita de antes, sentada alrededor de un par de tazas de rooibos. Unos metros a su izquierda su nueva víctima, una mujer con los dedos llenos de una mezcla de queso con arándanos, de tanto estrujar entre las manos una carta de helados, con tal de tenerlas ocupadas para no estrangularlos.
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