El irlandés es la última bala de Martin Scorsese, muy consciente de haber entrado en la recta final de una carrera en la que, prescindiendo del análisis habitual de las luces y sombras, siempre ha predominado una mirada original a la hora de entender y mostrar su idea de lo que es el cine. Y para El irlandés ha tirado la casa por la ventana reuniendo al sueño húmedo de los repartos.
Hay mucho de acontecimiento en las puntuales reuniones de Al Pacino y Robert de Niro, máximos representantes de una generación de actores que se comieron el mundo hace cerca de medio siglo y que, a fines del pasado, entraron casi de la mano en la autocomplacencia en que se han seguido moviendo como pez en el agua. La sensación de estar perdiéndonos grandes caracterizaciones de madurez, a cambio de asistir a un festival de muecas en piloto automático, la soslayaba el cebo de un último gran saludo en el escenario. Que Scorsese tutelara este intento en El irlandés era directamente para desempolvar el babero.
Como si sus personajes fueran tan similares que costara ensamblarlos en un mismo proyecto, De Niro y Pacino solo han coincidido cuatro veces en pantalla, menos de una por década. En las dos primeras (El padrino II, 1974 y Heat , 1996), clásicos instantáneos cada uno acorde a su momento, apenas compartieron una escena. Podemos pasar de puntillas por la lamentable Asesinato justo (2009), si no es para evidenciar lo insano que es dejarse a sabiendas. Diez años después llega esta última apuesta de Netflix, bien recibida y mejor promocionada y que, salvo alguna honrosa excepción, parece un adecuado ajuste de cuentas con el pasado —o así es como muchos desearíamos que fuera—, como siempre, será el tiempo el que tome distancia y sitúe en su justa medida El irlandés, la enésima vuelta de tuerca de Scorsese al mundo del hampa, y su peculiar manera de teñir el tejido político y social de los USA.
Nadie dijo que fuera fácil incluir en el mismo menú a dos estrellas punteras que se suelen mover en un mismo registro. Los motivos, disfrazados de excusas, nunca han faltado: agendas y presupuestos sobrecargados, distintos puntos de vista sobre el proyecto en cuestión o sencillamente, los egos lógicos que surgen al comprobar que uno de los papeles debe subordinarse al otro. Es posible que la respuesta correcta incluya un poco de todo, o quizás se trate de algo diferente, pero en cualquier caso prevalece la sensación de que esta acumulación de talento similar terminaría por desequilibrar el conjunto.
Los Pacino y de Niro fueron en su momento Paul Newman y Robert Redford, arrejuntados en dos momentos y géneros diferentes, salpimentados por la comedia y envueltos en su carisma invencible: Dos hombres y un destino (1969), y El golpe (1973). Incluso cuando en ésta última Redford era absoluto protagonista y Newman no mucho más que su escudero, ambos se llevaban lo suficientemente bien para esperar un tercer encuentro que nunca llegó. Quizás haya sido mejor así.
En su momento, también costó lo suyo encontrar acomodo a los dos capos del western clásico, John Wayne y James Stewart, acostumbrados a encabezar las listas de cualquier casting desde final de los años 30. Si en la mastodóntica La conquista del Oeste (1962), no compartían ni un solo plano, y en El último pistolero (1976), la colaboración se reducía a un cameo largo; El hombre que mató a Liberty Valance (1962) saciaba la sed del cinéfilo más exigente. En la obra maestra tardía y amarga de John Ford, ambos compartían metraje con los roles cambiados —Wayne como la columna vertebral del film, pero en un segundo plano detrás de un Stewart marcado por su condición de héroe por accidente—, tirando de oficio para interpretar a personajes mucho más jóvenes, no es posible imaginarnos esta leyenda impresa sin ellos.
Si saltamos de las espuelas al claqué, nos costaría entender el musical sin dos iconos como Fred Astaire y Gene Kelly. Para coleccionistas queda su única y divertida coreografía juntos, en Ziegfeld follies (1945), un conjunto de retales de revista eficazmente hilvanados por Vincente Minnelli, con resultado estimable pero demasiado a la sombra de futuros logros.
Bette Davis y Joan Crawford fueron las reinas de la intensidad llevada al celuloide, una vez asentado el sonoro, y su mezcla de admiración y fobia mutuas les llevó durante décadas a guardar distancias. En 1962, Robert Aldrich llegó a cuadrar el círculo con tal de reunirlas en la inquietante ¿Qué fue de Baby Jane? (1962), con una intrahistoria aún más inquietante y agotadora. El éxito de esta aventura, donde el morbo jugó su papel, llevó a sus integrantes a volver a caer en la trampa y repetir formato en Canción de cuna para un cadáver (1964). Solo a última hora la Crawford se bajó de un proyecto que habría terminado, sin duda, con las divas o el director en una clínica de reposo.
Ni siquiera los anabolizantes se libran de esta competición. Los reyes de un subgénero que no sobrevivió a su época, tampoco encontraron escenario donde amigarse o sacudirse hasta que, 25 años después, decidieron optar por la nostalgia antes que por la jubilación. Silvester Stallone encontró un filón rentable revisitando sus titulos emblemáticos y creando su reunión de viejas glorias del mamporro (Los mercenarios, 2010). Allí coincidió por primera vez, aunque testimonialmente con Arnold Schwarzenegger. Tres años después, surgió la posibilidad de encabezar ambos un mismo cartel, en Plan de escape, 2013. En esta típica aventura carcelaria, que promete hasta que defrauda, Arnold le va robando todos los planos a Sly sin que este parezca darse cuenta de ello. Una pena que el vehículo escogido para un encuentro que parecía imposible deje aparcada la ironía y dé rienda suelta al aburrimiento, quedando la cosa en lo que a primera vista ofrece: un producto pensado para veinteañeros, aunque interpretado por sexagenarios.
Estos amores difíciles no son coto exclusivo de los USA. A este lado del charco tenemos a Laurence Olivier y a Michael Caine, cuyos caminos se juntaron en una de las mejores vueltas de tuerca de la historia del cine (La huella, 1972) y repitieron en la olvidable El hombre rompecabezas, 1984. Reseñar que 35 años después de aquella joya de Joseph L. Mankiewicz, coincidieron en su remake el propio Caine y Jude Law, otro ejemplo de clones tamizado por la diferencia de edades. Si bajamos más al sur encontramos a Jean Paul Belmondo y Alain Delon, a los cuales les fabricaron un único juguete hecho a medida (Borsalino, 1970). Podríamos decir lo mismo de Mi general (1987), creada casi expresamente para el lucimiento de Fernando Fernán Gómez y Fernando Rey.
Podríamos cerrar este vistazo breve con las excepciones, es decir, las estrellas compatibles. Las hay, desde luego, pero posiblemente ninguna más compenetrada y longeva como la pareja Kirk Douglas y Burt Lancaster, que supieron acoplarse en sus papeles para coincidir en ocho títulos a lo largo de 34 años. En cualquier caso, es mucho más atractivo (y descorazonador) enumerar los encuentros imposibles: desde Newman y el propio Brando, a los que no hubo forma de reunir principalmente por culpa de las pegas continuas que puso el segundo, pasando por John Wayne y Clint Eastwood, cuya rivalidad soterrada coincidió con el final de una carrera y el despegue de la otra, hasta Clark Gable y Gary Cooper, que acaparaban demasiada pantalla para poder compartirla.
Marlene Dietrich y Greta Garbo se admiraban pero no llegaron a conocerse hasta mucho después de retirarse la última. Bette Davis y Katherine Hepburn sí llegaron a interpretar un mismo personaje en distintes adaptaciones, del mismo modo que Sean Connery y Roger Moore encarnaron al mismo 007, coincidiendo en dos rodajes simultáneos de Bond, aunque el de Connery se hiciera al margen de la productora oficial del agente con licencia para matar.
Sobre las chispas que surgieran de todas estas alquimias de magia a las que nunca hemos podido asistir, solo podemos especular o soñar con un CGI mejor que nos los devuelva a la vida. Y si es posible, que aplique de paso un lifting a los prejuicios de los que eligen condenar grandes historias al cajón de las causas perdidas.
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